viernes, 27 de noviembre de 2015

La compasión de una puta

Introducción

Esta historia fue desarrollada ininterrumpidamente durante 33 días en la página de Facebook Tienda de Abarrotes, la misma fue tomando forma a medida que los comentarios de quienes la leían se sucedían al pie de cada capítulo y de allí hilé y urdí la trama que hoy es “ La compasión de una puta”. Cada entrega, cada minuto puesto en cada palabra para narrar las vicisitudes de esta mujer de la noche que cambia su destino a raíz de un caso fortuito no fue más que la interpretación de lo que aquellos ávidos lectores proponían.
A ellos, a quienes me acompañaron a realizar esta historia y me alentaron para que le diese vida y junto a ella pudiesen soñar y pensar en los personajes como a seres a quienes pueden cruzarse en cualquier esquina…Gracias, mil gracias y hasta una nueva historia juntos.

Cristina A. Bottini


La compasión de una puta

    Me senté en un banco de la plaza luego de que me dejara ese segundo cliente de la noche, eran como las cuatro de la mañana y hacía frío y pensaba solo en lo poco que había recaudado y lo exigentes que estaban estos hijos de puta últimamente; creían merecer a una modelo a cambio de su plata sobada y maloliente como ellos. Conté hasta el último centavo y apenas si alcanzaba para tomar el colectivo y hacer una pequeña comida decente para mis hijos. Más allá, bajo la luz de la esquina donde solía estar parada, un par de travestidos detenía autos ofreciéndose por la mitad de cualquier precio y les iba mejor; siempre les va mejor. Prendí un cigarrillo y luego otro y más tarde uno más buscando recuperar ese falso humor de puta agradecida y complaciente que se necesita para ofertarse y no lo encontré; una tras otra pisé las colillas con la bronca de pensar en qué momento mi suerte cambiaría para bien y podría al fin dejar esa vida para ser una mujer "normal", viviendo en una casa "normal", teniendo un trabajo "normal" y una pareja "normal" y no éstos desgraciados que supieron maltratarme y llenarme de hijos que siquiera recuerdan que existen.
En eso estaba, en morder mi rabia para poder escupirla como a goma de mascar, cuando escuché a alguien toser tras de mí entre los arbustos. Me asusté. Me paré de un salto y vi entre las sombras a un hombre mayor acostado bajo un ciprés azul descuidado:
    -Hola-dijo.
    -Hola-respondí.
    -Lamento haberte molestado con mi tos pero estas noches ya están frescas y siempre me jodo los bronquios con los primeros fríos-se acurrucó intentando cubrirse aún más con la frazada apolillada con que se envolvía.
    -Está bien- le dije-, solo me sorprendió, nada más.
Volví a sentarme aunque esta vez no le di la espalda sino que me quede de lado. Le ofrecí un cigarrillo y aceptó, lo prendí con el mío y se lo alcancé aún recelosa de cómo podría reaccionar o qué podría hacerme. Él no salía de sus sombras y parecía un animal agazapado allí debajo. Tomó el cigarrillo y luego de darle una larga pitada conque pude ver algo más de su cara me agradeció:
    -Hacía rato que no fumaba- dijo-, hay placeres que con los años se olvidan porque no podemos costearlos o porque nos matan-agregó. Solo asentí moviendo la cabeza.
    -¿Lo sorprendió ahí la noche o vive bajo las plantas de la plaza?- pregunté-, yo trabajo por acá y jamás antes supe de alguien que durmiera ahí abajo- acoté-, ¡sí en los bancos, en los bancos siempre hay alguien durmiendo!-di otra suave pitada aferrando aún mi bolso como preparada a salir corriendo ante la primer amenaza de aquel.
    -Vivo acá- contestó-, hace más de dos años que deambulo por las plazas y duermo en los bancos y veo pasar gente y soy agredido por los jóvenes que salen borrachos de los bares los fines de semana- acomodó una bolsa de tela que usaba de almohada bajo la cabeza y continuó hablando-. Antes dormía en los bancos, en cualquiera de ellos, pero cuando me cansé que me golpearan o viniese la policía a echarme como a un perro decidí hacer mi "madriguera" acá abajo y desde entonces no me ven, nadie me ve, yo los veo como a vos y a tus "amigas" cada noche hasta que me gana el sueño. Cuando amanece me voy y con suerte ningún perro me mea "mi casa" en el tiempo en que tardo en volver.
Hablaba con la tranquilidad de un resignado, no parecía pertenecer a este mundo de miserias en que yo me había criado y hasta diría que con cada palabra se podía descubrir a un hombre que alguna situación fortuita había lanzado a la calle pero ese no era su elemento.
    -¿En tanto tiempo no conseguiste dónde vivir?-le dije casi como reprochándole.
    -Yo tengo casa- contestó, y señalando hacia el otro extremo de la plaza a un caserón bellamente hermoseado que sobresalía de entre los otros agregó: -. Mi casa fue usurpada. Una mañana salí a trabajar como era mi costumbre y cuando volví esa noche varias familias de extranjeros la habían tomado.
Miré aquella casa como queriendo creer en esa historia y no pudiendo; uno se encuentra muchas veces en las calles con locos que dicen haber sido ricos y de pronto quedarse hasta sin sombra con excusas tan inconsistentes que hasta risa causan.
    -¿Y...si es tu casa, por qué no la reclamas legalmente?- insistí en preguntar aunque no creía aquella historia.
    -La he reclamado- dijo apagando la colilla y luego retomando su cómoda posición bajo el arbusto con las manos en la frazada-, pero la ley en este país es lenta y pesada como la desesperanza misma. Por eso vivo acá- agregó antes de cerrar los ojos para intentar dormir-, para poder ver mi casa hasta que me la devuelvan.
Iba a preguntarle y comentarle otras cosas sobre casas tomadas que conocía y ciertas formas que en mi barrio se usaban para recuperarlas pero no quise molestarlo, se lo notaba muy cansado: cansado de pelear, cansado del frío, cansado de estar vivo... tan solo tomé mi sacón de gabardina impregnado de noches y olor a tabaco y lo tapé con él, entonces ya dormía. Después me fui hasta la parada del colectivo y pagué el pasaje hasta mi casa. Pensé en si mi madre había prendido el calefactor o nuevamente se había olvidado o si me estaría esperando para tomar mate en vez de haberse dormido dejando encendido el televisor como era su costumbre. Mientras iba mirando el afuera me inundó una especie de compasión por aquel sujeto: él lo había tenido todo, pensé, y yo creía tener nada...

  El colectivo se detuvo como siempre a seis cuadras del barrio donde se encontraban esos chaperíos a los que llamábamos casas, la puerta se abrió y bajé con cuidado intentando no pisar demasiado barro; el olor a mierda y podredumbre de los desagües me inundó como siempre. Caminé mirando a todos lados por esas calles oscuras por demás conocidas donde de día jugaban nuestros niños pero de noche se escondía entre las sombras el peligro, caminé por el medio de las calles a paso presuroso y agudice todos y cada uno de mis sentidos hasta ese último segundo en que me encontré dentro de mi casa y con la puerta cerrada con dos vueltas de llave, entonces, como siempre, respiré tranquila. En otros tiempos por dos pesos supieron golpearme y hasta quebrarme las costillas los drogadictos perdidos que deambulan sin sentido por el barrio, de ahí mi miedo hasta ahora.
Como era costumbre mi madre se había dormido sentada en su sillón y se babeaba un hombro denotando el tiempo en que se había ido al mundo de los sueños, mis niños dormían los tres en mi cama esperando que llegara para despertarlos con alguna golosina y sobre la cocina una olla con un poco de guiso permanecía tapada mientras el gato la custodiaba esperando quién sabe qué milagro le dejase comerse mi comida. Estaba muy cansada para recalentar comida o prepararme mate así que solo comí un pan mientras iba desnudándome de ese disfraz tan pesado de puta entrada en años y luego de lavarme y ponerme la camiseta con que solía dormir me eché a los brazos de mis pequeños quienes apenas sentirme entrar en la cama me rodearon y pegaron a mí llenándome de paz. Entonces me dormí.
Desperté cerca del mediodía, como siempre, mi madre cocinaba algo y mis niños estaban por volver de la escuela. Mi bolso había sido “asaltado” y no quedaba ni una sola golosina; mi madre había dispuesto del dinero para los gastos y me había dejado a los pies de la cama ropa limpia con que vestirme. Me levanté y fui hasta la cocina. Nos saludamos con un beso como de costumbre y luego de husmear qué comeríamos preparé unos mates. Jamás hablábamos de mi “trabajo”, eso era una norma implícita desde siempre, desde que ella quedara viuda de mi padrastro y a cargo de mis hermanos y de mí, sin ayuda alguna y mendigando en los subtes por monedas y recogiendo de los restaurantes cercanos a la ruta las sobras de comida para que sobreviviésemos a “la tormenta”( como solía llamar a ese estado de indigencia); el caso es que “la tormenta” no pasó, que por su cama uno u otro hombre se robó las últimas gotas de juventud que ella tenía prometiéndole un futuro, nosotros crecimos, mis hermanos varones la despreciaron por “puta” y al final quedamos solo nosotras como familia; nosotras y mis hijos, nosotras y esa “profesión heredada”, nosotras…estigmatizadas:
    -Anoche conocí a un hombre que vive bajo unos arbustos de la plaza- comenté sabiendo que por vez primera rompía esa norma. Tomé un mate y le cebé otro mientras ella seguía de espaldas en lo suyo-. No parece un loco ni un drogadicto- agregué-, pero dice que es dueño del caserón que está pegado a la Sociedad Española que está cruzando la plaza.
    -¿Y qué hace durmiendo entre las plantas entonces si es dueño de semejante casa?- preguntó sonriendo por lo bajo. Ella tampoco creía que fuese dueño de nada, muchas mentiras había escuchado en su vida como para creer ésta, ¡justo ésta!.
    -Dice que unos extranjeros se la usurparon, que duerme ahí para poder verla hasta que la justicia se la devuelva-tomó otro mate y entonces me miró seriamente como cuando comenzaba a enojarse y dijo:
    -No te detengas a mirar otras miserias porque solo vas a sumar más miserias a las que ya tenés- y señalándome con un dedo agregó-, ¡no seas boluda como yo que nunca pude salir de esta mierda por compadecerme de cuanto pobre diablo se cruzó en mi camino!. ¡Hacé las cosas bien: buscáte ahora que todavía sos joven un tipo que no te maltrate y por lo menos no te haga faltar el pan para tus hijos!- para cuando terminó de hablar ya estaba enojada. Pensar en sus errores era como retorcerse las tripas; siempre estaba en carne viva por ellos.
Yo sabía que apenas irme esa tarde-noche esta pequeña charla donde había vuelto a recordar su pasado la iba a hacer llorar porque ella lloraba sola, siempre lo había hecho: se encerraba en el baño y lloraba amargamente y se lavaba la cara una y otra vez intentando calmarse; lloraba hasta que ya no le quedaban ni maldiciones ni lágrimas y entonces salía, y si alguien le preguntaba qué le pasaba al verla con los ojos empañados y rojos siempre contestaba que estaba resfriada. Recuerdo que cuando éramos niños siempre mamá estaba resfriada, invierno y verano siempre se resfriaba…

  De tarde, antes que la noche lo cubriera todo, tomé el colectivo hacia la esquina donde siempre “trabajaba” y me senté como de costumbre en los asientos del fondo. Ahí viajé todo el trayecto. Cruzamos de un paisaje decadente y miserable a otro asfaltado, lleno de luces y autos caros en poco más de media hora. Todo tipo de personas subieron y bajaron del vehículo en ese tiempo: se sentaron, se apretujaron, se bajaron, se apoyaron, se robaron y hasta se miraron e ignoraron; alguno se llegó hasta mí a preguntar descaradamente cuál era mi precio y ante mi silencio( nunca trabajo fuera de mi zona) me insultó pero ya hasta eso era costumbre. Los más osados suelen seguirme hasta “mi esquina” y a veces son mis primeros “clientes”, los otros quedan sintiendo que echaron a un perro para que no respirase su mismo aire en el colectivo.
En el kiosco de siempre compré golosinas, forros, chicles y esta vez, y por si acaso, una gaseosa y una bolsa con papas fritas para ir hasta donde estaba aquel hombre y ver si ya había tomado posesión de “su lugar” o realmente esa mentira había durado solo esa noche. Fui hasta la plaza y lo busqué bajo el arbusto pero no estaba, solo había muy atrás en ese escondite un atado de ropas. Pensando que quizá volvería más tarde coloqué la gaseosa y la bolsa con papas fritas junto a ese atado y me fui a comenzar mi noche. En la esquina ya rondaban dos de mis amigas.
De a poco y con el paso de las horas las casas fueron apagando sus luces como ojos que se cierran al sueño, la cantidad de vehículos disminuyó considerablemente y las diferentes esquinas se habitaron con nosotros: los vendedores de falsos placeres; y los “clientes” de a pie que contando hasta el último centavo buscaban desesperadamente sentir que “alguien los quería”, que “eran dueños de alguien “por un rato y podían hacer con él lo que su dinero comprara. Más tarde llegaron aquellos que ocultos tras los vidrios polarizados de sus automóviles caros escondían su verdadera identidad de pervertidos y buscaban tanto a hombres como a mujeres y podían pagarlos y luego, ya en el día siguiente, comenzaban a rondar los taxistas u otros trabajadores que antes del cambio de hora en sus empleos se daban a sacarse el estrés de un día agitado en la parte trasera de sus autos de alquiler o hasta en algún banco de la plaza. Con suerte, con mucha suerte, ocurría el “milagro” de que fuésemos invitadas dos o tres de nosotras a una fiesta de despedida de soltero y no solo nos pagaran por bailar y entretener al novio sino que también no nos maltrataran y hasta ganábamos propina por no hacer más que eso: bailar; divertirnos también pero sin ser la perra de nadie.
Esa noche estuvo bien, gané el doble que la noche anterior y el amanecer me encontró contando billetes que rejuntaba de entre mis corpiños, los bolsillos de la cartera y hasta de dentro de mis botas; todos escondites para no perderlo completamente de ser asaltada. Esta vez, como siempre que me iba bien, me fui hasta el bar de la estación de servicio que quedaba cerca y me pedí un desayuno con medialunas de manteca y todo. Comí en el rincón donde me dejaban hacerlo para no dar una mala imagen del lugar y luego me fui hasta la parada del colectivo que me llevaría a mi casa. Antes de llegar allí decidí ver si al final aquel hombre había encontrado la gaseosa y las papas y fui hasta la plaza. De día el lugar parecía otro. Me llegué hasta aquel arbusto y no necesité siquiera agacharme para verlo allí dormido; a un lado la bolsa vacía de papas permanecía aplastada por la botella semivacía de gaseosa. Me alegré de que hubiese comido algo. Con la luz del sol su rostro era otro: de facciones duras y masculinas, labios entrefinos, tez clara y algunas canas tiñéndole de blanco parte de una barba descuidada y el cabello largo hasta los hombros; unas pocas y finas arrugas descansaban sobre los pómulos. Pensé en que no tendría más de cincuenta años, eso parecía. Por alguna estúpida razón que desconozco, y olvidando los consejos de mi madre, saqué un par de billetes de mi bolso y los metí en un atado de cigarrillos en que solo dejé algunos de ellos y un encendedor cerca de su cara. Después sí me fui.
Esta vez pude ver con otros ojos la mañana y caminar tranquila por las calles que llevaban a mi casa y hasta encontrar a mis pequeños despiertos al llegar, tomar mate con mi madre mientras la ayudaba a preparar a mis niños para ir a la escuela y luego sí, cansada pero feliz de haberlos podido saludar, dormir hasta el mediodía.

   El viernes no fui a “trabajar”, el dinero ganado el día anterior nos alcanzaba para comer así que me dediqué a mirar televisión y ayudar a mis hijos con las tareas que les daban en la escuela. Atendí varios llamados al teléfono de “clientes” que eran más que conocidos y concerté un par de citas en sus casas para el sábado por la mañana; los “clientes” que poseían mi número eran sólo aquellos que estaban impedidos físicamente de moverse de sus casas así que a ellas iba. Entonces cambiaba(por ser de día) mi disfraz de puta por el de mucama y así me llegaba hasta los departamentos del microcentro o las casas caras de algún barrio acomodado de esos que hasta cabina con custodia tienen. Esos “trabajos” no sólo no eran peligrosos sino que de alguna manera sentía que ayudaba a alguien, además de que me pagaban bien.
Así comencé el sábado: haciendo visitas a domicilio. De tarde llevé a mi mamá y a mis hijos a comprar zapatillas y alguna ropa que necesitaban e hicimos un pequeño pedido de alimentos donde incluía galletitas dulces y un pedazo de queso roquefort que solo a mi madre le gustaba y yo le compraba con gusto cuando podía; era su único placer. Luego, al caer la tarde, me encontré como siempre sentada frente al espejo que descansaba sobre el mueble donde se exhibían las cremas y pinturas con que preparaba la mascarada en que me convertía cada noche hasta el día siguiente. Después…la calle, el viaje en colectivo, otras caras que ya no eran las de los jornaleros de siempre ni manteros ni estudiantes; las luces de los boliches prendidas desde temprano y el movimiento distendido y jovial del final de semana. Todo presagiaba una buena noche de “trabajo” que me haría comenzar bien la semana.
Cuando bajé del colectivo en la esquina de siempre ya estaban mis amigas. Nos saludamos y hablamos de cosas superfluas mientras íbamos hasta el kiosco de siempre para comprar cigarrillos y lo necesario para una larga noche: -Esto es tuyo- dijo una de ellas sacando de su bolso un paquetito justo cuando buscaba el dinero para pagar-, me lo dio un tipo que cruzó desde la plaza. Un vagabundo-agregó.
Sólo podía ser él, me dije mientras lo abría. Bajo el envoltorio cuidadosamente plegado había una caja de cartón de forma rectangular que contenía algo, la destapé y encontré una cigarrera de metal dorado que tenía en un extremo los respectivos cigarrillos que cabían en ella y en el otro una polvera; la contratapa poseía un espejito que abarcaba todo el tamaño rectangular de la misma. Sobre los cigarrillos había un papel que tenía escrito solo “gracias”. Era él, la descripción que luego hizo mi amiga de aquel hombre y el detalle solo podía ser parte de esa comunicación que comenzábamos a tener aún sin hablarnos. Lo primero que me nació hacer fue ir a verlo y agradecerle pero me abstuve de ello para no delatar ante mis amigas el interés que ya me despertaba. Toda la noche pensé en él, fue la primer vez que todos esos hombres con que estuve tuvieron un rostro y hasta creo haber sentido placer con alguno que otro que supo tratarme bien; en la oscuridad de esos cuartos en los que estuve todos los cuerpos fueron uno y no miento si digo que le hubiese hecho el amor en ese banco, en esa plaza, por el hecho de no ser para él una “cosa” y tratarme con ese simple gesto como jamás nadie me trató: como a una persona. No fue una simple cigarrera lo que me dio, fue atención, y no pidió ni exigió nada a cambio como todos, solo dio, eso lo hacía diferente.
  Terminada la noche compré en la estación de servicio dos cafés y una docena de bizcochos y me fui hasta la plaza al fin. Ya amanecía. Me senté en el banco que se hallaba de espaldas a su guarida y lo vi dormir un momento antes de invitarlo a desayunar:
    -¡Hey!- dije en voz alta-, ¿querés café?.
Primero pareció no escucharme y luego lentamente abrió un ojo e hizo una mueca como si la luz le molestara mucho, después salió de allí debajo y saludándome aceptó el café que le ofrecía.
    -Gracias- dijo-, hace mucho que no desayuno de madrugada- sonrió y su rostro pareció iluminarse. Le ofrecí bizcochos también y comimos en silencio.
Tenía las manos grandes y los dedos finos y descuidados, comía con la boca cerrada y bebía sin hacer ruido. Todo en él hablaba de modales refinados, no era como los tipos que trataba asiduamente, hasta parecía no quererme mirar por encontrarse en ese estado desaseado y desprolijo, estaba como avergonzado.
    -Me gustó mucho la cigarrera- le dije sacándola del bolsillo donde había viajado toda la noche celosamente resguardada-, les convidé cigarrillos a todas mis amigas y me llamaron “bacana”-agregué sonriendo.
    -La vi en una vidriera y supe que era para vos- dijo mirando al suelo mientras aferraba con ambas manos el vaso con café-, son esas cosas que uno no sabe por qué pero están destinadas para alguien, ¿viste?; de no haberte conocido jamás la habría comprado.
    -Gracias- dije dándole un beso en la mejilla-, te dejo un cigarro y me voy porque se me pasa el colectivo-agregué lamentando no quedarme un rato más. Saqué un par de cigarrillos y se los di. Ya me iba cuando alcancé a escuchar:
    - ¿Nos vemos mañana? –al que agregó-, yo pago el desayuno.
Giré sobre mis pasos y caminando hacia atrás un corto trecho asentí moviendo la cabeza y me fui con una sonrisa prendida de los labios.

  Todo el camino de vuelta me la pasé intentando recordar cuándo y quién había sido el último en hacerme un obsequio y qué había sido éste y no pude; las caricias que supo darme mi padrastro hasta morir fueron siempre con intenciones veladas y aquellos primeros muchachos que me quisieron(o dijeron hacerlo), solo querían meterse entre mis piernas y no daban después ni las gracias por venirse como animales arriba mío. Miento si digo que alguno me cortejó jamás, eso solo pasa en las películas. Mamá y yo éramos las putas del barrio y así me acostumbré a que nos llamasen, después, con el tiempo y crecimiento de la villa, llegaron muchas otras y dejamos de ser mal vistas para pasar a ser unas más del montón. Perdí la cuenta hace mucho de los hombres que pasaron por mí y si hubo uno (dudo hasta de que lo haya habido), que me hiciera sentir aunque sea un poco de placer, ya lo olvidé también. Mis hijos fueron hijos de desgraciados que solo estuvieron conmigo para que los mantuviese y cuando les pedí que cumplieran su función de padres...simplemente se fueron.
No me gusta recordar ni mucho menos hablar de estas cosas porque son parte del pasado, miro al frente, siempre miro al frente para no
“caerme”, pero a veces el pasado se empecina en volver aunque no lo invitemos.
 Cuando llegué a la casa todos dormían a pesar de ser cerca de las nueve. Era domingo y despertarían casi al mediodía. Aunque estaba cansada me sentía exultante por alguna extraña razón y no tenía sueño así que me duché tomándome todo el tiempo del mundo y luego salí a comprar masas dulces para cuando despertaran y chocolatada: carne, cebollas, morrones, salsa de tomates y unas cajas con ravioles para hacer el almuerzo más tarde. Disfruté de las calles apenas habitadas y de caminar en los pasillos del supermercado cruzándome con señoras mayores que entonces sólo veían en mí a una simple mujer con la cara lavada; luego volví con la misma parsimonia con que había salido. Mi madre para entonces ya estaba levantada:
    -¿Qué es esto?- dijo apenas entré. Tenía la cigarrera en la mano.
    -Un...obsequio-contesté. Había olvidado que ella siempre y por costumbre revisaba mi bolso, desde adolescente, para verificar que me “cuidara”.
    -¿Algún cliente satisfecho de esos que se van a hacer habitué ?-preguntó con una sonrisa cómplice. Ese tipo de clientes eran los más “sanos” porque generalmente no solo recompensaban bien nuestra labor sino que no nos maltrataban.
    -No- no pude evitar compartirle mi alegría-, me la regaló el hombre que vive en la plaza.
Entonces su semblante cambió: se puso seria mientras giraba el objeto en sus manos inquieta. No me miró pero yo sabía que no compartía mi alegría, es más, estoy segura que me imaginaba nuevamente embarazada y luego abandonada como cada vez que rompí la regla de no involucrarme con clientes; que se veía cambiando y aguantando nuevamente berrinches hasta la madrugada y levantándose a cada rato de su sillón para preparar mamaderas. Todo eso debía estarle pasando entonces por la cabeza mientras sus labios permanecían sellados. Preguntándose hasta cuándo iba a criarme niños, hasta cuándo sería madre de sus hijos y sus nietos…
    -No es un cliente- dije como para conformarla-, jamás me ha pagado ni estuve con él de ninguna manera, solo charlamos, tomamos café esta mañana y fumamos algún cigarrillo, mamá, nada más que eso-entonces me miró por lo bajo y dejando la cigarrera sobre la mesa solo dijo:
    -A eso le temo en realidad, a que al final te enamores de un don nadie y como yo…acabes desperdiciando tu vida.
  De noche “trabajé” como siempre pero las palabras de mi madre no me dejaron soñar ni una sonrisa. Había logrado apagarme entre sus dedos como a la luz de una vela. Yo no quería ser como ella, tanto me había hecho verse como ejemplo de lo que no debía hacer que solo me repetía que jamás sería como ella, yo debía sacarnos de esa pocilga, en mí descansaban sus sueños de vivir en una casa con paredes blancas que tuviese un jardincito que cuidar en la entrada y un patio lo suficientemente grande como para sembrar frutales: un ciruelo y un guindo cuanto menos. A ella le gustaban las plantas, le gustaban mucho, de niña supo vivir en una casa en el campo donde tenían rosales y naranjos y ciruelos a los que cuidaba como a propios aunque pertenecían a los dueños del lugar y cuando debieron irse abandonó forzosamente, pero no dejó de cuidar hasta el último momento.
Yo necesitaba un gran golpe de suerte para darle aunque sea una casita con paredes blancas y su jardincito…pero los años se me pasaban y ese golpe de suerte se iba convirtiendo (aunque no lo decía) en una utopía.
Cuando bajé de ese último taxi que me dejó nuevamente en mi parada ya de madrugada estaba decidida a tomar el autobús y volver sin más a casa pero aquél estaba allí, para mi sorpresa estaba allí: apoyado contra la pared rodeado de mis amigas, esperándome. Esta vez se había bañado y perfumado y estaba vestido con tanta propiedad que casi lo desconocí: camisa blanca, pantalón de vestir negro y zapatos de cuero al tono; la ropa no era nueva pero estaba bien cuidada. Su barba y su pelo estaban igual que siempre pero emprolijados con esmero. Me dio gusto verlo, no pude no esbozar una sonrisa:
    -¡Parece que el tiempo mejoró!- dije en tono de chanza.
    -¡Sí- continuó una de mis amigas-, dicen que toda la semana va a estar limpio…el cielo! Jajajajjajaa
A él no lo ofendieron nuestras bromas, más bien parecieron divertirlo aunque su pose de hombre vergonzoso era ya un hecho.
Nos quedamos un rato ahí con ellas y luego se animó a recordarme su invitación a desayunar. Lo pensé un momento, el tiempo en que tardé en sacar un cigarrillo y prenderlo y pitarlo despacio mientras con la primera bocanada de tabaco se llevó el viento fresco cada palabra de mi madre a quién sabe qué fondo del pasado: -Sí, vamos-dije dejándome guiar, y nos fuimos caminando lentamente calle abajo mientras el cielo se despejaba de las sombras de la noche.

    Caminamos unas cuadras en silencio hasta llegar a una parada de autobuses y ahí entramos en una cafetería que se encontraba frente a ésta y abarcaba con sus ventanales toda la esquina, era un lugar amplio y acogedor con mozos vestidos con blancas chaquetas y buenos modales que al vernos llegar se quedaron observándonos mientras tomábamos una de las mesas en la vidriera; hasta entonces y como no había más que dos parejas más allá prestaban atención a las noticias que pasaban en un televisor tras la barra. Me sentí incómoda, ya he visto esas miradas y sé que no son de bienvenida ni mucho menos; jamás se dejan ver las putas tras las vidrieras de un lugar que se precie de serio, da mala imagen. Nos sentamos y siquiera me dispuse a acomodarme, sabía que uno de esos mozos vendría a pedirnos “amablemente” que nos retirásemos del lugar o a sugerirnos una mesa de esas que tenían muy al fondo del local y con poca luz para que quienes las ocupasen no llamasen la atención; esas cerca de los baños.
El mozo que se acercó no era mayor que yo, llegó frunciendo el ceño y con una cara de pocos amigos, apoyó ambas manos en la mesa y en esa posición semi agachado dijo por lo bajo:
    -Buen día Don Pedro…-aquel que hasta entonces no tenía nombre para mí respondió con el mismo saludo y sin dejar que pudiese decir nada antes pidió “lo de siempre” y ofreció una buena propina por dejarlo usar “su mesa”, así la llamó, en esta ocasión especial. El mozo me miró, lo miró, aceptó un billete que guardó en su chaqueta y se rindió a servirnos el desayuno-. Para la… señorita, ¿lo mismo?-dijo, Pedro asintió.
El trato para con él fue el de un cliente asiduo y respetable, eso noté, nos sirvieron dos cafés con leche, mermelada de frambuesas en tostadas y tarta de manzana con crema chantilly; además pidió nos trajeran un cenicero a pesar que no se podía fumar allí y eso hicieron.
Yo solo observé, en realidad no sabía qué decir sobre el desarrollo de aquella situación y la forma en que trataban a este hombre:
    -¿Acaso también es tuyo este lugar como aquel caserón usurpado?-dije al fin en tono de sorna queriendo saber quién era él en realidad y por qué no nos habían sacado a patadas como a perros de la calle.
    -No- contestó mientras comía una tostada-, este lugar es de un buen amigo mío que me permite disfrutar de su atención cada mañana apenas salgo de la plaza. Esta ropa es de él- se tocó la camisa-, y también estos zapatos, todo, pero me los ha prestado para la ocasión-sonrió y entre la barba pude ver cómo se formaban dos hoyuelos a ambos lados.
    -Acabo de enterarme que tenés nombre-dije tomando otro sorbo de café.
    -Sí, me llamo Pedro Abel Izaurralde-pronunció su nombre con mucho orgullo-. Yo en cambio no sé el tuyo- deslizó la pregunta encubierta como tentando suerte-, el verdadero-agregó mirándome a los ojos fijamente como rogándome no le mintiera.
    -Ángela, así me llamo, mi nombre verdadero es Ángela María Soto-en realidad hacía tanto tiempo que usaba mi nombre ficticio: “Lizzi”, que casi había olvidado aquel otro.
    -Me gusta- dijo-, me gusta tu nombre: Ángela- lo repitió como si quisiera grabarlo en su memoria cargada de otras cosas, aturdida y cansada.
Desayunamos mirándonos mucho, como reconociendo en el otro cosas similares que nos predisponían a agradarnos y descubrirnos sin decir una palabra; él me observaba como a una figura salida de sus sueños, con la misma devoción, y yo descubría más y más detalles de un hombre que además de no insinuarme nada sexual desde que nos conocíamos, me trataba con un respeto que me hacía sentir halagada. Se preocupaba por saberme cómoda y hasta me había corrido la silla para que tomase asiento y más tarde para levantarme cuando terminamos de desayunar.
Cuando volvimos a la calle prendí un cigarrillo y lo fumamos juntos camino a la parada del autobús que era el mío, el que me dejaba a cuadras de mi casa:
    -¿Estás o estuviste casado?- dije entonces. Él me miró entre sorprendido y admirado y contestó que alguna vez lo estuvo pero ya no, luego preguntó cómo podía haber sabido eso y le señalé el dedo adonde aún la piel conservaba la palidez en que supo estar el anillo. Se vio la mano y dijo que era muy observadora, que era detallista, y sonrió sabiéndose descubierto aunque fuese en una parte de su pasado.
    -¿Vos sos casada?- preguntó a quemarropa-,¿tenés hijos?-indagó un poco más profundo.
En un primer momento pensé en mentirle que era yo sola para no asustarlo y que cortase esta incipiente amistad por algo que a los hombres no les gusta: los hijos de otros; pero luego me dije que eran lo único importante en mi vida y acabé por contarle de mis niños, sus edades y cómo era cada uno, las personalidades que tenían.
Llegó el autobús y él no rompió el silencio sino hasta que lo saludé con un beso en la mejilla y un “hasta mañana” que era más un deseo que un hecho. Entonces me tomó de la mano antes que subiera y sosteniéndola con suavidad me respondió: -Hasta otro desayuno o quizá una cena- y agregó -hasta mañana.
Subí y me senté del lado de la ventanilla donde podía verlo parado allí en la acera observándome partir.
Me fui y ya quería que fuese mañana.

   Mi madre me esperaba para que le diese el dinero recaudado para ir a hacer las compras cuando llegué, ya había limpiado toda la casa y doblado la ropa que el día anterior yo había entrado del cordel; eso sólo podía explicarse como producto de uno de sus “ataques de ansiedad” que a veces la desvelaban y eran siempre la antesala de una discusión. Algo comenzaba a guardarse en silencio y el día menos pensado “reventaba”. No me lo iba a decir inmediatamente pero yo ya sabía que tenía que ver con lo que había sucedido estos últimos días desde conocerlo a Pedro y mis cambios no solo de humor sino de horarios: siempre que comencé una relación con quienes luego fueron los padres de mis hijos pasó lo mismo; nunca pude disimular el querer ser feliz con alguien ni ella su desconfianza y desacuerdo en cada cosa que yo hiciese e implicase sentimientos de cariño, siquiera.
Para ella los hombres eran todos iguales y querían todos lo mismo, el amor era una mentira que quedaba bonito en las películas o las novelas que la solían emocionar hasta las lágrimas pero no se comía, no pagaba las cuentas ni abrigaba a los hijos; sólo servía para perder tiempo y andar estúpido como esos drogadictos que vivían en la calle y reían de todo al comenzar los efectos narcotizantes y luego se espantaban hasta de sus sombras y acababan llorando acurrucados en la acera. Eso era el amor: la droga de la falsa felicidad; una mentira. Apenas nos cruzamos en un saludo y el acto de entregarle el dinero. Todo en silencio. Luego se fue.
Me senté un momento en su sillón a cavilar las respuestas que debería darle cuando todo aquello comience y el solo hecho de pensar en ello me agobió. Fumé y dejé que los minutos pasen lentamente mientras el paisaje miserable se desplegaba tras la ventana: la gente se movía a un ritmo de resignación heredada; se saludaban oscamente recelando unos de otros y de a ratos las explosiones de algún vehículo que se caía a pedazos se escuchaban desde lejos hasta que pasaba, luego un poco de silencio, ruidos que venían del taller improvisado de al lado y así todo el día. Lo bueno de haber crecido allí era que me había acostumbrado a dormir con todo ese sonido así que decidí no esperar a mi madre e irme a la cama con la esperanza de que al no poder confrontarme se calmara.
 A mediodía me despertó con un mate. Las tres horas que estuve acostada no dormí; ella se había empeñado en hacer todo tipo de ruidos más que molestos para que no pudiese hacerlo. Los nenes llegaron de la escuela y ya la mesa estaba servida. Me levanté. Comimos en silencio ella y yo mientras las voces de mis chiquitos me despejaban con su alborozo, ellos siempre eran felices y esa felicidad contagiaba. De postre les di las golosinas que como siempre compraba para ellos pero que ese día, por haber llegado cuando ellos ya se habían ido a la escuela, no había podido. Una vez terminamos de almorzar ella y yo juntamos los platos y cubiertos y una lavó y la otra secó pero sin romper ni un solo segundo ese silencio. Ella sabía que a mí me desquiciaba cuando hacía eso, que no podía soportar mucho sin preguntarle qué le pasaba y entonces luego de decirme todo lo que quería y del modo en que quería siempre remataba con un: “vos preguntaste”, en caso de herirme con sus palabras. Por una razón que desconozco yo no podía verla enojada ni soportar esos silencios, nunca pude, así que acabé preguntando:
    -¡¿Qué te pasa, mamá, por qué estás así desde que llegué?!-como siempre, también, hizo como que buscaba cómo y qué decirme de la forma más calmada posible y se tomó su tiempo repasando la mesa con un trapo y acomodando las sillas y haciendo todo tipo de cosas que me obligaban a seguirla con la mirada de aquí para allá esperando una respuesta que, aunque conocida, acabaría en una discusión y luego sí todo volvería a la “normalidad” y “cese de hostilidades”( de su parte).
    -Creo haberte dicho que no siguieras tratando con ese tipo de la plaza-comenzó diciendo-, que es tiempo perdido y vas a volver a equivocarte-ahora guardaba los vasos en el viejo mueble y luego acomodaba los cubiertos en los cajones del mismo-, pero parece que no escuchas.
    -Mamá…-intenté hablar pero no me dejó, siguió como monologando.
    -…Te intento proteger, quiero que no cometas mis errores, que no te equivoques, pero parece que le hablo a la pared- suspiré, esto iba a ser un largo reconto de las miserables vivencias que nos dejaron ancladas y solas acá.
Entonces me senté y escuché por milésima vez (y aunque no llevo la cuenta creo que milésima es poco)la historia de cuando ella se casó con mi padre obligada por el embarazo que por “fruto” dio a mi hermano mayor y la edad que entonces tenía y las penurias que pasaron por haber hecho su primera mala elección: creerse enamorada y seguirlo a él en vez de quedarse con sus padres. Luego siguió el abandono que mi padre hizo de nosotros cuando apenas comenzábamos a tener uso de razón y más tarde una y otra relación pasajera que le fue consumiendo los años y agotándole las ilusiones; después llegó la convivencia con quien fuera nuestro padrastro por casi seis años y a quien debimos el tener un plato digno de comida en la mesa y los castigos corporales y mentales que jamás antes nadie osó siquiera pensar. La imagen de un hombre violento hasta el punto de que nos mirara fijo y eso bastase para hacernos orinar encima y el silencio servil de mi madre adorándolo ya no por amor alguno sino por miedo; todos esos años si hubo un par de días en que ella no fuese golpeada también fue un milagro, como el que él no llegase borracho y se la cogiera aun estando nosotros presentes y obligándonos a ver. Todo eso masculló para mí una vez más como si olvidase que lo viví también, que está grabado en cada fibra de mi ser…
Habló y habló y cada cosa que dijo fue como un martillazo en mi cabeza, un golpe certero tras otro que intentaba ablandarme los sesos hasta hacerme entrar en razón, despellejar sus amarguras intentando protegerme de un futuro que parecía querer ser fiel reflejo del suyo hasta acá. Habló y la escuché, habló y me callé, habló y asentí (como cuando niña) a cada uno de aquellos errores que marcó como suyos y yo supe repetir ciegamente primero por ser muy joven y ahora por ser (según ella), estúpida.
    -Yo no voy a estar para vos toda tu vida- dijo al fin habiéndose descargado de tanta bronca-, ni pienso volver a repetirte nunca más nada de lo dicho hoy y acá. Ya me cansé de eso, estoy vieja para intentar doblar tu destino siquiera a golpes y vos ya no sos una niña. Lo que no te entró con violencia en su momento menos te va a entrar con palabras ahora. Hacé lo que quieras, eso solo te voy a decir, nada más, hacé lo que quieras pero sabé que no voy a estar para verte llorar más desgracias, eso no- y sentenció: “antes muerta que volver a revivir en vos hasta el último de mis pasos”.

   Quizá fue por los años o las veces en que supo decirme y repetirme lo mismo en que esta vez algo peleaba en mi interior contra mis impulsos y no desoí todo lo que dijo, lo mastiqué y aplasté toda la noche como a los chicles que mascaba y quedaban pegados puertas adentro de los baños en las estaciones de servicio o bajo los bancos de la plaza entre cliente y cliente; me pulsó en la sien como una bronca que no tenía cómo sacar, se me escapó en las miradas que esta vez siquiera quise disimular y fue de odio hacia esta vida de mierda. ¿Por qué?, esa era la pregunta que me daba vueltas en la cabeza: ¿por qué no puedo sentir algo por alguien?, ¿por qué está mal?, ¿por qué debo seguir siendo una piedra si quizá la vida que me quede solo sea una repetición interminable de estas noches hasta llegar a vieja y que mi pellejo no valga ni dos pesos?; ¿por qué repito uno a uno los pasos que ella dio si vivió prediciéndome el futuro cada vez que se puso como ejemplo?, ¿por qué jamás conseguí un trabajo decente cuando lo busqué aunque me vestí como una mujer “normal”…acaso se nace con cara de puta, la gente “normal” nos huele de lejos, nos reconoce por la mirada…?, ¿por qué?. La cabeza llena de preguntas tenía, todas preguntas para las que tenía más de una respuesta pero con ello nada arreglaba: ni cambiaba de “oficio” ni de vida; solo cavilaba sobre cosas que ya jamás cambiaría. Y en ello entraba Pedro: ¿quién era Pedro?, ¿qué le encontraba de atractivo a Pedro?, ¿por qué me producía sensaciones desconocidas y excitantes estarme cerca de él…?; ¿por qué quería verlo, aunque sea?, ¿por qué no dejaba de pensarlo?, ¿por qué deseaba una noche con él y brindarme a que se arropase con mi piel y ya no así con la nostalgia…?. Porque ambos estábamos solos en un mundo lleno de gente, esa fue la única respuesta que encontré para querer estar con él: porque éramos dos seres a los que el mundo parió a la orfandad de las cosas materiales; porque nos encontramos sin querer y fue reflejarnos uno en el otro como en un espejo y vernos y reconocernos como a esa parte que alguna vez perdimos. Por eso. Esa era la respuesta que encontré para esto: mi igual en el género opuesto.
Y mi madre… ¿mi madre como sostén de mi vida sentimental o como el ancla que me había varado inexorablemente en medio de este mar embravecido contra el que batallaba, como quien velaba por mi suerte o como quien hacía lo posible para que no cambiase solo por no sentirse la única que no había podido o sabido cambiar la suya?. ¿Mi madre me había aconsejado en realidad siempre o me había dicho qué camino tomar…?.
Lo único seguro en todo esto era que a mi futuro lo cambiaba solo yo o lo dejaba así pero era mío, le encontraba la vuelta o lo retorcía aún más pero era mío. Que sobre mis hombros descansaba toda una familia y ya pesaba pero sobre todo me pesaba dos veces más la soledad.
Todo eso iba pensando camino a mi esquina luego de salir de un hotel de mala muerte que regentaba un robusto escocés con el que teníamos un contrato implícito, en el que incluía propinas por habitaciones ocupadas, protección y hasta toallas limpias para después de cada baño( mi costumbre era ducharme después de tener sexo con cada uno de esos cerdos y el escocés no se oponía mientras le trajese dinero a la caja, siempre fue muy amable conmigo), cuando un grupo de muchachos que venían a los gritos por la calle me rodeó y comenzaron a proponerme tener sexo con todos (eran unos cuatro si no recuerdo mal) y al ver que no iba a aceptar puesto que comencé a buscar excusas mientras apuraba el paso empezaron a agredirme, primero con palabras y luego a empujones; la calle estaba desolada a esa hora y la ley del que no vio nada se aplicaba a rajatabla entre los vecinos así que de lo que pasó después no hubo testigos de ninguna índole. Hasta donde recuerdo uno de ellos, el que llevaba una botella de vidrio, me golpeó con ella en la cabeza y junto con un dolor terrible sentí el estallido del envase como un golpe seco que me dejó de rodillas y tomándome la cabeza, luego comenzaron a patearme y escupirme aprovechando ese estado de shock en que había quedado atontada y sintiendo como manaba la sangre por un corte profundo que hizo el vidrio en el cuero cabelludo, y fue ahí cuando alguno de los otros tuvo la “genial idea” de arrastrarme hasta un terreno baldío pretendiendo hacer conmigo lo que querían: me arrancaron la ropa a tirones sin dejar de patearme y darme golpes de puño para que me callara, logrando que en alguno de esos momentos en que parece que todo eso realmente no está pasando…me desmayáse producto de aquel primer golpe y la sangre perdida. Ya de ahí no recuerdo más nada. El resto es parte de lo que me contaron aquellos que fueron en mi ayuda: el escocés y una de mis conocidas que por gracia divina salió antes de tiempo del hotel y pudo avisarle a éste.
Dicen que apenas llegar hasta donde estaban estos mal nacidos el gigante pelirrojo levantó uno por uno sobre su cabeza a los mismos y los estrelló como fruta podrida contra las paredes de las casas lindantes, que parecía un animal enfurecido, dicen, y que para cuando llegó la policía no llamaron solo a una ambulancia para mí sino que debieron llamar tres más para estos muchachos ya que el que más se movía era uno que se arrastraba de lado no pudiendo mover las piernas. Quienes lo vieron cuando lo llevaban detenido al escocés dicen que parecía un carnicero, que tenía toda la ropa llena de sangre: un poco de esa sangre era mía ya que fue quien me sacó de donde estaba cargándome en brazos (realmente creyó que estaba muerta porque no me movía y mi cuerpo estaba frío); el resto era de la cara de más de uno de ellos. Me salvé esa otra vez de milagro, eso puedo decir, y que fue en esos días en que pasé hospitalizada en que conocí mejor a Pedro porque fue él quien cuidó de mí y supo ayudar a mi madre con los gastos de la casa también. Eso rescato de bueno. Destino, así llamo a eso: destino.

    Cuando desperté en aquel cuarto blanco recuerdo que veía un tanto borroso con el ojo derecho y tenía el izquierdo prácticamente cerrado, que me dolía cada centímetro del cuerpo a pesar de que me tenían sedada con calmantes y que éste pesaba como una roca; imposible de mover. Que me quedé no sé cuántos minutos, segundos u horas mirando sin mirar solo hacia arriba y escuchando las voces ahogadas que venían como desde lejos y me llamaban; vi sombras asomarse sobre mí, rostros sin facciones definidas que me veían y pasaban como curiosos fantasmas oscuros plasmándose en el blanco del día, interponiéndose entre una brillosa luz que estaba suspendida sobre mí y mi cara. Me encontraba adormilada, como muerta en vida. Fue esa primera vez que juro que sentí como se aferraba una mano a la mía y me sostenía con fuerza, que pude sentir su tibieza, su tersura como de algodón y una paz indescriptible que me hacía olvidar los dolores; entonces me sentía cuidada y dormía, la apretaba con las pocas fuerzas que tenía y no la soltaba. Me dormía con esa mano aferrando la mía y despertaba sintiendo sus caricias en mi cara, la presencia de ese alguien que velaba por mis sueños sentado siempre a mi izquierda y susurrando palabras que me sonaban a música en el alma. No me sentí sola como lo había estado hasta entonces.
De mañana, cuando llegaban a curarme y movían mi cuerpo como si fuese un muñeco roto y me ardía el dolor en todos lados como miles de puñaladas él me hablaba, tomaba mi cara entre sus manos tibias y lentamente volvía la calma y hasta puedo describir a esa paz que transmitía tanto amor por mí como a un fuego que todo lo curaba: corría por mi sangre de norte a sur pulsando en cada herida hasta calentarla; podía, con solo cerrar mis ojos, sentir como sanaban lentamente mis huesos quebrados a golpes, mi piel amoratada e hinchada, la herida cosida a grandes puntadas en mi cabeza y hasta mi alma: mi alma que mucho antes de esa noche ya agonizaba. Obraba en mí el milagro de rehacerme con tan solo una palabra que no decía nada: era como el susurro del viento enredado entre los árboles, como un silbido suave recorriendo los trigales, como una lluvia tenue golpeando los techos de chapa a principios de otoño… Así de hermoso era escucharlo y lo hacía solo para mí. Me dormía y soñaba con lugares limpios como el cielo mismo, con jardines colmados de rosales que hasta el olor sentía, conque caminaba en una playa de arenas como el oro de brillantes donde el mar era de aguas salobres y de él bebía y en él me bañaba y salía como renacida; me dormía y soñaba que volvía a ser niña y mi padre me daba de comer a cucharadas sentándome en su falda apenas volver del trabajo, que reía y era feliz corriendo junto a mis hermanos a casa de mi abuela para merendar y ver televisión hasta que mamá venía a buscarnos… Todos eran sueños limpios y blancos como ese cuarto en que me recuperaba, como esas caricias que me daba él, como el aire que amanecía perfumado de rosas y anochecía mezcla de miel y fruta fresca como regadas por el piso; sembradas a mi alrededor, llenando cada palmo de la habitación.
Así fue ese despertar, lo juro, y guardo cada detalle en cada fibra de mi ser hasta el día de hoy.
La noche anterior a que me sacaran de allí recuerdo como en sueños que él solo se paró, eso sentí, y dándome un beso en la frente dijo:” Hasta pronto”; y me soltó la mano.
A la mañana siguiente abrí los ojos y ya distinguía las caras y escuchaba bien las voces, me vinieron a buscar tres enfermeras y dos camilleros y me cruzaron de mi cama a la camilla con un solo y único movimiento que aunque tenían más que practicado y sabido para evitar los dolores me hizo escapar un grito que se ahogó en el mismo lamento:
    - Tranquila, nena- dijo la más vieja de aquellas enfermeras-, ya te cruzamos a pieza común y vas a estar mejor y acompañada.
    -¿Él…?- alcancé a decir apenas moviendo la boca y buscando en derredor con la mirada mientras la camilla se movía y salíamos al pasillo lentamente.
    -¿Quién querida?- preguntó la misma enfermera que iba caminando justo a mi lado.
    -Mi amigo- contesté; y haciendo un gran esfuerzo por hablar mientras el dolor en el pecho me quitaba el aire, agregué-, el que me cuidó en estos días ahí…
Ella sonrió y mirando a las otras enfermeras dijo:
    -Hasta donde sé estuviste más sola que un perro ahí en terapia, querida- y dándome un par de toques leves en el brazo, agregó-.Ya vas con tu familia.
Rocé entonces con los dedos la sábana que me cubría y no, nada era tan suave ni tibio como aquella mano…
  Llegando a la habitación adonde me llevaban escuché a mi madre decir “ahí está mamá” y sonaron entonces las voces alborotadas de mis pequeños que corrieron hacia mí retumbando cada paso en el pasillo estrecho por donde nos movíamos; sentí sus manitos tocándome al pasar mientras las enfermeras les decían que ya en mi habitación podrían verme, vi sus miradas entre sorprendidas y asustadas al ver mi rostro aún hinchado y amoratado, mi cabeza vendada, toda yo siendo otra a sus ojos. Inolvidables son esas caritas de espanto e incredulidad… Más allá mi madre diciéndome que apenas le permitiesen entraba, mis amigas de esquina vestidas como recién llegadas del “trabajo” alentándome a curarme, tocándome con una mano mientras con la otra se tapaban la boca o esbozaban una forzada sonrisa que era más de pena que de alegría y al final, ya a un paso de la puerta de la habitación, estaba él: Pedro; fue verlo y que el corazón acelerara su pulso, vernos y quedarse prendidas nuestras miradas en un cómplice silencio donde todo a nuestro alrededor se detenía y solo nosotros nos movíamos para acercarnos. Segundos como en cámara lenta que fueron como horas, días… eternos y maravillosos. Lo miré hasta que traspasamos aquella puerta y luego cerré los ojos para no ver más nada, para guardarme su imagen como una ilusión que de abrirlos…se esfumaría como un sueño.
Me hicieron las curaciones de cada día: me lavaron cada herida y cambiaron los vendajes como despellejándome con cada uno que sacaron; me cansé de sufrir y me mordí los labios por no gritar y que mis pequeños escuchasen mi dolor; me pincharon una vez más los brazos que ya ni sentía de tanto maltrato y colgaron sobre mí las bolsas con suero y sangre conque me habían mantenido viva desde esa noche. Para cuando acabaron mi cuerpo temblaba sin control mientras yo intentaba tranquilizarme para que cuando ellos me vieran al fin no se asustaran más que minutos antes. Me tomaron la temperatura y el pulso y también agendaron eso en la hoja del parte diario:
    -Te voy a poner un par de frazadas más-dijo una de las enfermeras-, porque no puedo subirte la temperatura del calefactor y estás helada.
    -Gracias-solo pude decir buscando desesperadamente que acabase este temblor en tanto los calmantes entraban en mí lentamente por las venas.
    -Ahora van a dejar entrar unos minutos solamente a tus visitas- me avisó aquella enfermera vieja mientras seguía anotando cosas-, te aconsejo que no hables mucho porque luego te va a doler el pecho y no te podemos dar más calmantes que los recetados. A medida que pasen los días vas a poder verlos más tiempo y podrás hablar, hoy, ahora: ¡no!.
Minutos después salieron las enfermeras y entonces entró mi madre con una de mis amigas, me miraron, saludaron y dijeron pocas cosas como si les hubiesen prohibido también hablarme mucho. Se mostraron muy preocupadas por mí y mi madre solo me anticipó que no iba a dejar entrar a los nenes sino hasta que esté mejor porque los había afectado verme así; asentí, aunque no estaba de acuerdo, moviendo la cabeza. Mi amiga me puso un rosario en la mano y dijo estar rezando por mí cuando salieron al fin. Prometieron volver al día siguiente. Luego entraron mis otras dos amigas y casi que ninguna pudo hablar nada porque se dedicaron a secarse las lágrimas y consolarse mutuamente al pensar en que pude haber muerto y ellas estaban lejos para siquiera saber lo que me hacían esos desgraciados; me contaron que el comisario, por ser conocido y cuasi socio del escocés, inventó una historia que cuadró perfecta para hacer pasar su intervención como defensa también de una agresión hacia su persona y a poco de entrar al calabozo ya estaba afuera. Que lo habían visto y me mandaba saludos, y que había prometido venir a verme más adelante. Después también se fueron.
Me quedé un momento sola y esperé al fin ver entrar a Pedro por esa puerta pero no, nada de eso sucedió. Pasaron los minutos. Miré en derredor y vi suspendida sobre mi cabeza una cruz de madera con un Cristo de bronce que parecía mirarme desde su posición sometida a su desgracia, las bolsas con suero y sangre a ambos lados de mi cama y el gotero ( como un reloj que daba cuerda a mi vida) mientras se vaciaba. No había reloj alguno en ninguna de las paredes, todo estaba limpio y el olor a desinfectantes era muy fuerte. La ventana que daba a un afuera desconocido estaba completamente baja así que no podía siquiera imaginar qué hora sería; por alguna extraña razón necesitaba situarme en tiempo y lugar para sentirme cómoda. La puerta no se abría ni se escuchaban ya las voces como agolpadas tras ésta: se escuchaban pasos ir y venir, alguna palabra ahogada por los ecos, el ruido de las ruedas sin lubricar de alguna camilla yendo a quién sabe qué sitio de esa institución…pero nadie movía el picaporte de mi puerta cerrada. Pedro se había ido, eso pensé, quizá el verme en ese estado lo había impresionado mucho y ya no quería entrar o no se permitían más visitas por el día o…¡qué sé yo!: quizá no era él a quien había visto al entrar y me había confundido… Intentaba encontrar el por qué de que no entrase apenas irse mis amigas pero no podía fijar una idea momentánea en la cabeza debido a tanto calmante…
  Cuando los dolores se fueron el cansancio me ganó y mirando hacia la puerta me dormí. Una hora o medio día pero dormí profundamente. No escuché a nada ni nadie en todo ese tiempo, solo dormí. Dormí y luego de un tiempo comencé a soñar que alguien quería arrancarme los brazos y un ser gigantesco y pesado me oprimía el pecho impidiéndome respirar bien; soñé que mi cabeza se hinchaba a punto tal que al verme en un espejo era una cosa amorfa que punzaba mis sienes enloqueciéndome de dolor. Que no tenía piernas, soñé, que buscaba tocarlas y ya no estaban allí… entonces desperté en un grito:
    -Tranquila-dijo una enfermera que se hallaba acomodándome el suero-, ya te puse más calmantes y pronto hacen efecto y te volvés a dormir.
Alguien que estaba sentado más allá se acercó despacio y dijo “hola”, sonriendo, era Pedro. Respiré profundo y sentí como comenzaban a mojárseme los ojos, como temblaba pero esta vez emocionada. Estaba al fin ahí, estaba conmigo, a mi lado. Estiré mi mano para tocarlo y entonces la tomó entre las suyas y solo dijo “ya pasó todo”, y no pude ni supe explicarle entonces cuánto lo había esperado en mi vida.

   Él me contó lo poco que recordaba de lo escuchado en el pasillo todo ese tiempo en que estuve en terapia, me contó que todos los días estuvo mi madre preguntando por mí y hablando con los médicos, que mis amigas pasaban a eso de las 8 horas (camino a sus casas)para preguntarle a él qué sabía entonces de mí y también me contó, pero sin detalles, que mi estado crítico y el cual me mantuvo tanto tiempo allí en terapia intensiva estuvo dado por la perforación de un pulmón debido a una de las costillas que tenía quebrada y a un fuerte golpe(otro que no fue el de la botella) en la cabeza; este segundo golpe había provocado que el cerebro se hinchara y mi vida durante un tiempo pendiera de un hilo. Todo eso había sucedido mientras yo me mantenía fuera de la realidad:
    -Decime de vos…-alcancé a decirle mientras nuevamente los dolores se iban.
Él había acercado una silla a la cama y sentado a mi lado tomándome la mano me miraba con esa pequeña sonrisa que le hacía hoyuelos en la barba, hasta entonces solo hablaba como para sí, como pensando en voz alta pero de mí. Le pedí que lo hiciera sobre él, sobre sus cosas…y se quedó un momento en silencio como no sabiendo qué decir.
    -Lo mío sigue todo igual-dijo entonces-, dejé estos días mi lugar en la plaza y cambié de domicilio- sonrió divertido-, me vine a vivir a estos pasillos donde hasta puedo leer de noche y tienen agua potable en los grifos de los baños –me apretó un poco la mano y supe que no iba a serle fácil decir cuánto le importaba abiertamente, como tampoco lo era para mí decírselo. Por eso callamos.
    -Me gusta escucharte- dije-, habláme-y cerrando los ojos me dispuse a escuchar su voz calma, su tono cansino como de un ser a quien el tiempo no apremia, como que no espera nada de la vida más que aquellos pequeños “regalos” como son el de despertar cada día y ver amanecer reventando el cielo en anaranjados colores que tiñen lentamente las sombras volviéndolas luz.
Hablaba y yo pensaba por primera vez que estaba aferrada a mi futuro, que ese simple contacto era el sello implícito de una promesa que ambos hicimos apenas conocernos, que su tiempo, que entonces era mío, sería como un viaje que emprenderíamos juntos al salir de allí; eso pensaba, eso deseaba. Hablaba y mientras mezclaba los ayeres con partes de libros que supo leer y yo era completamente ignorante de ellos y le preguntaba y se tomaba el tiempo de explicarme hasta sobre quién era el autor me sentía completa; quién era o qué había sido era una interrogante a develar sin duda pero no estaba muy lejos de haber sido un maestro( eso pensaba)o algo así. Cómo había llegado a dormir en esa plaza y dejar de estar casado y sin oficio aparente eran preguntas que deseaba hacerle pero temía molestarlo y me las guardaba para ese momento en que solas salieran cuando fuese oportuno. Estaba ahí y eso era lo importante, solo eso; nadie sabe qué tan frágil es una mujer tras su más dura mascarada ni lo que cuesta mantenerla frente al mundo, pero con él sentía que no necesitaba defenderme, sentía que estaba segura siendo yo sin farsas. Sentía que él podía verme, que pudo hacerlo desde ese primer minuto en que se cruzaron nuestros caminos y no necesitaba explicarle ni decirle nada sobre mí porque ya lo sabía, esa sensación tenía.
  Pasé dos meses allí. Dos largos meses acompañada por él día y noche como mi acompañante designado, dos meses en que se ausentó contadas veces de mi lado para hacer sus cosas y lo extrañé como jamás a nadie; dos meses en que mi madre se hizo a la idea de verlo conmigo aunque no le gustase y de aceptar su ayuda( más que necesaria para mis hijos y ella en esos momentos)aunque bajo promesa de devolverle cada centavo una vez que yo volviese a “trabajar”. Él jamás dijo nada sobre lo que daba, no importaba si era mucho o poco solo llegaba y sacando de entre sus bolsillos bollos de dinero me los dejaba dentro del cajón de la mesa de noche donde mi madre guardaba las cosas que con el tiempo había ido trayendo: un peine, esmalte para uñas, delineadores, perfumes…todo aquello que servía para ir cubriendo las sombras de esa noche. Pedro entonces dejaba el dinero allí en el cajón y cuando mi madre llegaba de visita, sin decir una palabra y siempre dándole la espalda, lo recogía y después se iba. Ese era el trato que ellos tenían: cortante por parte de mi madre y sumiso por parte de Pedro.
En todo ese tiempo hablamos y compartimos cosas impensadas, nos tratamos como amigos pero nos deseamos como amantes, veló por mí como yo por él cada una de esas pocas veces en que se ausentó de mi lado. Muchas veces desperté y no volví a conciliar el sueño solo para verlo dormir acurrucado allí en un sillón que había a un lado, para escucharlo respirar profundamente, para imaginar su rostro bajo esa barba que con los días y el hecho de que las enfermeras le permitiesen ducharse en el baño de mi habitación se veía bien. Su forma de ser había hecho que ellas le tomasen afecto y lo tratasen no solo con respeto sino que también se preocuparan por él: una un día le regaló unos pantalones en buen estado y de su talla, otro día otra le trajo zapatillas y zapatos que alguien en su familia ya no usaba, al siguiente le regalaron una campera…; a mi habitación siempre llegaba doble ración de comida como aparecida de la nada. Llegó a tener más de lo pensado en ese tiempo, lo vistieron y ese hombre ahora cuidado era más que atractivo; ya era interesante antes y ahora era atractivo. Me gustaba, realmente me gustaba mucho, me gustaba cuando se me acercaba para ayudarme a vestir y podía sentir su aliento cerca de mi cara, su perfume, el roce de sus dedos sin querer sobre mi piel…sus manos de nudillos fuertes, su mirada. Por momentos, en esas noches en que desvelarnos fueron gratas coincidencias, desee pedirle más de una vez que se acercara para poderlo acariciar como más de una vez lo había soñado pero nunca tuve el coraje de hacerlo y él jamás siquiera me insinuó estar deseándolo tanto también; luego lo supe, le costó confesarlo pero me lo dijo a quemarropa esa primer vez en que al fin dormimos en la misma cama.

   Dos semanas antes de que me dieran el alta comencé a no solo sentarme en la cama, como me dejaban hacer, sino a caminar; empecé caminando cortos trechos alrededor de la cama y hasta la puerta de la habitación abrazándome a Pedro: íbamos y veníamos lentamente, me sentaba para evitar se acrecentasen los mareos, me recostaba un momento y luego vuelta a empezar; así dos o tres veces de mañana y de tarde. Mis piernas estaban más delgadas debido a la falta de ejercicio y tan largo período en la cama y también mis brazos; todo pesaba demasiado cuando quería moverme a pesar de estar más liviana. Comenzar a caminar quizá fue lo más costoso de todo, lo que me llevó más tiempo y esfuerzo: me costaba respirar y me dolía mucho el pecho. Costó pero lo logré.
Cuando los médicos vieron que ya podía caminar sola, aunque despacio, me dejaron salir a hacerlo al pasillo y entonces alargué mis caminatas y fui dejando de agitarme tanto como al principio, entonces caminábamos con Pedro hasta un extremo del mismo donde había unos bancos y allí nos sentábamos a charlar mirando tras los ventanales de ese primer piso a un patio interno que tenía plantas y arbustos de estación; los canteros estaban sembrados de un césped muy verde que resaltaba en el gris descascarado de las paredes que lo contenían y unos bancos de hierro fundido bellamente trabajados descansaban de tramo en tramo en las cuatro paredes del espacio:
    -Quisiera estar ahí-dije una tarde-, ya extraño mi libertad.
    -¡Vámos! -me invitó tomándome de la mano y parándose frente a mí-, yo te cargo si no podes de regreso subir.
Primero lo tomé como una chanza y solté su mano recordándole que el médico no nos había autorizado a salir al patio ni a irnos de aquel pasillo, luego, al ver que hablaba en serio y no iba a sentarse ni cambiar de opinión tomé su mano de nuevo, aunque dudando de estar haciendo lo correcto, y me dejé llevar por los pasillos hasta un ascensor que nos dejó en planta baja, después caminamos otro poco y al fin llegamos a las puertas que daban a ese patio. Las plantas aplastaban sus hojas contra los cristales como haciendo fuerza por entrar, se retorcían deformes sus ramas como truncados sus sueños de estirarse desde apenas nacer y allí se exponían tras los vidrios como verdes pinturas de inútiles intentos por crecer; atrocidades de una naturaleza condenada al encierro. Entramos. Ya antes de entrar el aire que de allí venía y era el más puro que había sentido desde hacía mucho, me golpeó como despertándome: habían regado las plantas y el olor a tierra mojada era un bálsamo para mis sentidos saturados de desinfectantes y químicos. Respiré hondo, muy hondo… Fue hermoso volver a ese afuera que supo estar tan lejos y hasta en algún momento parecer imposible.
Nos sentamos en uno de esos bancos y nada dijimos durante un largo rato, solo miramos aquí y allá y vimos pasar de un lado a otro a la gente tras los vidrios como peces encerrados en sus mundos de cristal; pequeños y conocidos como la palma de la mano:
    -En el patio de mi casa hay un paraíso que supo plantar mi abuelo- dijo en un momento-, lo plantó para quien fuera su primer nieto y yo tuve la suerte que fuera mío-sonrió.
    -¿En ese caserón que te usurparon?-pregunté.
    -Ahí- contestó-, en un patio interno como éste donde hay una fuente y un aljibe conque mi madre regaba sus plantas cada tarde- bajó la vista como buscando los recuerdos en quién sabe qué punto allí en el suelo y luego siguió hablando-. Había muchas plantas en ese patio: rosales que trepaban por las paredes hasta los cuartos del primer piso, un Olmo por el que solíamos descolgarnos mis hermanos y yo a la hora de la siesta en verano para irnos a jugar a la plaza; ese paraíso del que sacábamos bolitas verdes para usar con las gomeras y hasta una hiedra que amenazaba en cada primavera ahogar a las plantas de estación que mamá plantaba-lo miré enfrentando su perfil serio en ese momento y me atreví a preguntar.
    -¿Tenés muchos hermanos?-fue lo primero que pregunté.
    -No, somos solo tres varones- y siguió contando como algo que necesitaba decirme-, yo soy el mayor, el dueño del paraíso- sonrió-, los otros están casados; uno vive en España y Carlos en Mar del Plata. Hace mucho que no los veo.
    -¿Los extrañas?- le dije al ver que hablaba de ellos como añorando su compañía-,¿los llamas aunque sea?.
    -No, dejamos de tratarnos luego del accidente- me miró e hizo una mueca mezcla de dolor y resignación-, cuando maté a mi esposa y mis hijos en esa maldita noche en que decidí tomar el volante luego de beber como un desgraciado en aquella fiesta…
Se me hizo un nudo en la garganta al escuchar aquello, un escalofrío me recorrió de norte a sur helándome la sangre. Solo quedé mirándolo mientras él intentaba disimular que se le empañaban los ojos por los recuerdos y veía hacia otro lado para no verme:
    -Pedro…-dije atrayéndolo hacia mí hasta abrazarlo, temblaba como una hoja entre mis brazos y lo sentí llorar aunque no veía su cara ni quería, yo solo quería sacarle ese dolor pero no saldría con calmantes como los míos.
Nos quedamos allí largo rato abrazándonos como náufragos en un mar de recuerdos embravecidos que amenazaban con hundirnos. Estábamos solos y heridos, muy heridos…
 Luego de aquella confesión que cargara como castigo juro que cambió, fue como si hubiese dejado un gran peso a sus pies y desde ese momento pudiese comenzar a hablarme con una libertad que esas cadenas le impedían hasta entonces. Como si ese acto, ese simple acto que mereció una tremenda valentía lo hubiese dejado desnudo ante mí y vulnerable pero entero; ya no era el hombre que arrastraba sombras tras aquellos silencios autoimpuestos entre una u otra conversación. Ahora podíamos hablar de igual a igual, llorar, reír o disfrutar de nuestras compañías pero aceptándonos con cada herida expuesta en estas almas que supieron pelear mil batallas y se curaron una a una cada vez; tocar nuestras cicatrices endurecidas con los años, que jamás desaparecerían, y saberlas iguales o similares a las del otro y en esa comparación hallar algo de consuelo: “mi vida no ha sido tan perra después de todo…”.

  Salí del hospital el 27 de agosto. Entre la emoción y las ganas de ese afuera en que por fin estaría con mis hijos todo un día y una tarde y una noche se mezclaba el miedo a perder ese contacto que había logrado con él; no quería siquiera imaginarlo nuevamente durmiendo en esa plaza, no podía ni debía volver allí porque yo no dormiría sabiéndolo allí tan solo. Cuando salimos, empujando él la silla de ruedas en que me obligaron a salir, no pude no pedirle que fuese a vivir conmigo:-No será un lugar muy cómodo mi casa pero este invierno no se ensañará con vos y además de un plato de comida tendrás la ropa limpia- le dije sonriendo.
Dejamos la silla en aquella entrada de altas puertas enrejadas y bajamos los dos escalones que nos separaban de la vereda tomados de la mano; él siempre cuidando que no me lastimara ni tropezara. Ver de golpe la calle y los automóviles que iban y venían y la gente que entraba y salía de a puñados, oír de nuevo y ver el caos, oler esa mezcla de perfumes baratos y meada de perros en las paredes…todo eso me mareó.
    -Yo te sostengo- se ofreció mientras ya se abrazaba a mi cintura y me guiaba hasta un taxi que había allí afuera-, tranquila, ya vas a estar en tu casa y podrás recostarte-entramos y nos sentamos mientras él le indicaba a donde llevarnos.
El taxi arrancó.
    -No me contestaste, Pedro-insistí en que me respondiera si aceptaba vivir conmigo.
    -No sé…-solo dijo mirando hacia afuera como buscando tras los vidrios y esa locura que era Buenos Aires a esa hora una respuesta que no me molestase demasiado como para no dejarnos del todo-. Primero considero que debes volver a tu familia, a tus hijos, a tu madre y amigas…en fin, a tus afectos. Yo voy a estar siempre acá, nos veremos, nos visitaremos…
    -A dónde, ¿en ese lugar que te creaste para cuidar como un perro tu pasado?, ¿ahí nos veremos?, o en la parada de colectivos, quizá, o cuando vuelva a bajar del coche que me traiga…o ya jamás lo haga…
    -¡No digas eso!-se ofuscó-, ¡sabes lo que pienso de eso…!-dijo entre dientes mordiéndose la bronca.
El taxi seguía a gran velocidad acortando las distancias que nos separarían después de todos esos días de conocernos. Mi corazón latía desesperado buscando entre la tristeza de separarnos y la alegría de volver a mi casa ese punto intermedio en que ambas cosas pudiesen unirse y solo me ganaban las ganas de llorar aunque me esforzaba por no hacerlo y me ocultaba tras un enojo que era más impotencia que cualquier otra cosa.
    -¡Si no querés tratar más conmigo, decime!, no andes con vueltas, no soy una pendeja estúpida a la que no sabes cómo decirle que no querés más nada que esto: una amistad, un hombro donde llorar… No vas a ser ni el primero ni el único que me deje, Pedro, solo serás uno más, uno en una lista de la que ya perdí cuenta y ni me molesto en recordar…- ahí me encontraba masticando la rabia de no saber cómo convencerlo cuando tomó de repente mi cara entre sus manos y me calló con un beso, un beso suave y tibio que primero solo fue eso: un simple beso; y lentamente respondí a él con todas esas ganas que lo había esperado y clavando mis dedos en su nuca le quité el aliento con una desesperación mezcla de ruego y devoción nueva y excitante para mí, y lo besé, lo besé mientras el mundo se movía bajo nuestros pies, mientras las calles desaparecían y el afuera y el después, todo, todo desapareció y solo nosotros quedamos en ese mundo de sensaciones nuevas como suspendidos en el tiempo y el espacio creado a nuestra medida.
Me separó en algún momento y alcancé a escuchar entre susurros: “no me voy a ir, me quedo a vivir en vos si me dejás…”.
“Sí te dejo, te dejo y te suplico que te quedes por siempre porque desde que estás ya la soledad no me persigue silente y oscura como mi propia sombra, Pedro, tengo razones nuevas para seguir, para levantarme día a día, para soñar un futuro diferente; te dejo y te quiero a mi lado en cada cosa que emprenda…te quiero…”. Pensé en decirle todo eso y más pero ese miedo latente al abandono me detuvo, esa sensación de que nada que tuviese que ver con la felicidad sería jamás posible en mí, que siempre cargaría con esa orfandad de emociones que en otros perduran a pesar de los pesares o parecen haber nacido predestinados a encontrarla más temprano que tarde, lo que nunca fue mi caso. En la radio del taxi sonaba “Adiós Nonino” como corolario a tanta cavilación luego de aquel beso; Pedro me tomaba fuertemente de la mano y ya el destino estaba a un paso de recibirnos.

  Mis niños se encontraban asomados a la ventana cuando el taxi nos dejó frente a la puerta, apenas verme corrieron alborotados y con ellos y su griterío salió mi madre y alguna que otra vecina a saludarme también. Luego de estar tanto tiempo fuera el contraste entre aquel lugar limpio y cuidado con este prácticamente decadente fue cortante: las calles tenían hondas huellas de barro debido a las lluvias de la semana anterior y alguien se había empecinado en mejorar las mismas echando sobre ellas bolsas con basura que el diario transitar había reventado y desparramado, los perros costilludos comían de ellas; el olor a podredumbre que había olvidado me impregnó las narinas nuevamente recordándome a donde pertenecía, de donde había salido y a donde volvería siempre. De las casas chatas salía el humo de las cocinas a leña y aquí y allá alguien descorría el velo de los vidrios empañados de las ventanas para ver lo que sucedía en este afuera.
Entramos. La pava chillaba sobre la cocina que mi madre había dejado prendida apenas salir a saludarme y en una olla con agua se cocían unas verduras. Todo el espacio me pareció pequeño, diferente; no recordaba bien haber estado viviendo en este hacinamiento de cosas sobre cosas, de muebles abarrotados de porquerías que jamás usábamos y solo servían para hacer mugre, de que la mesa fuese tan chica… Todo era lo que entonces pero mi experiencia había cambiado mi forma de ver las cosas: en vez de ver miseria veía más miseria:
    -Ya puede irse- dijo mi madre deteniendo a Pedro antes que traspasase el umbral de la puerta-, de acá en más yo me encargo de mi hija-él me miró y estaba por dar la vuelta cuando le dije que se quede, que entre y cierre la puerta tras de sí.
    -Él se va a quedar a vivir acá, conmigo- le dije en un tono desafiante por demás conocido por ella en mí-. Es mi invitado-acoté.
Mi madre lo miró primero a él y luego volvió a mirarme como para decir algo pero no se atrevió, no sé si porque estaba mi vecina( su mejor amiga y viejas chusmas si las hay), o porque pensaba hablarlo a solas conmigo más adelante; solo calló y fue a revolver aquel caldo y cerrar la perilla de la hornalla que hostigaba a la pava.
Pedro me acompañó a la pieza y ayudándome a recostar en la cama solo dijo:-No sé si hago bien…- a lo que respondí con un: “en mi vida mando yo”; que realmente quería creer.
Ese día comimos en silencio los mayores. Mis niños se robaron la atención completa de Pedro: lo divirtió verlos saltar y jugar como cachorros de hombres por todos los lugares de la casa, reír a carcajadas por cualquier cosa, verlos como se abrazaban a mí peleando ese lugar en mi regazo; mi madre en cambio se llamó a silencio, esos silencios más que conocidos por mí que no solo molestaban y hasta podían sacarte de quicio( que eran para los que los usaba), sino que decían mil cosas sin decir ninguna. Ese día y el siguiente decidí obviarla, no tenía ánimos para discutir una nada. Me preocupé por acomodar a Pedro en un colchón en la cocina, cerca del calefactor, y proveerlo de las frazadas necesarias para que no pasase frío, luego me fui a mi cama, con mis niños, y recuerdo no haber despertado hasta casi medio día del día después; estaba cansada, eso sentía: cansada pero en casa al fin.

   Los días que siguieron a ese primero de convivencia fueron uno casi un calco del otro: Pedro salía de mañana a quién sabe dónde, volvía al mediodía con víveres y plata que dejaba como en un descuido sobre el mueble donde mi madre guardaba sus lentes para leer; ella hacía de comer en silencio mientras escuchaba radio y yo seguía recuperándome en tanto disfrutaba de las atenciones de él y aguantaba los desplantes de ella. Mis niños aceptaron a Pedro desde ese primer día así que en cuanto a ellos no hubo ningún problema, es más, los divertía ir de madrugada a despertarlo y darle de almohadazos en la cabeza mientras éste hacía como que le dolían y luego los amenazaba con convertirse en un monstruo que se los comería si no dejaban de golpearlo; obviamente eso no sucedía así que más de una vez terminaban los tres metiéndose bajo las frazadas de mi cama, buscando mi protección, porque Pedro “se había convertido en un monstruo” y los corría. Todo eso a mi madre le molestaba; vivía mascullando quién sabe qué cosas y rondándonos pero sin acercarse nunca.
Cuando mi madre llevaba a los niños a la escuela y Pedro se iba la sensación que me invadía ya no era la que solía tener antes, de paz, sino que entonces me sentía sola; no me quedaba en la cama ni dormía hasta que me despertaban para almorzar sino que deambulaba por la casa ordenando cosas o cambiándolas de lugar, aunque después llegase mi madre y las volviese a su estado anterior: me sentía sola y encerrada. A veces llegaba una u otra vecina buscando a mi madre y, lo que nunca antes, las atendía e invitaba a pasar con tal que llenasen esos espacios vacíos hasta que alguno de ellos llegase. Las horas hasta el mediodía se me hacían interminables. Después, cuando mi madre volvía del mercado y aunque no me dirigiese la palabra, esa sensación se iba y hasta me relajaba con su sola presencia a punto tal de haberme dormido sentada en su sillón mirando por la ventana más de una vez. Ya entonces sabía que no sería igual, que nada en mí volvería a ser igual, que ese miedo me iba a perseguir por siempre…
Un miércoles( recuerdo que fue un miércoles), le pedí a Pedro que se quedase conmigo a desayunar una vez que se hubieron ido todos y aceptó, mi verdadera intención no era desayunar en sí ya que éstas ganas que nos teníamos iban a matarnos una noche de éstas, así que planee esa excusa para quedarnos a solas y hasta preparé café( como a él le gustaba) y tostadas y todo eso; puse un mantel en la mesa y no descorrí las cortinas de las ventanas como lo hacía todas las mañanas. Él sabía qué era lo que yo quería porque también lo quería él, pero no se animaba a tomar la iniciativa por temor a que llegase mi madre antes de tiempo y nos encontrase en la cama; mi madre, si bien no nos dirigía la palabra a ninguno de los dos, nos vigilaba. Pero esa mañana ya no pudimos con las ganas así que nos olvidamos de ella.
Recuerdo claramente su mirada mientras se dejaba atender por mí en ese desayuno que más bien era como una trampa en la que se notaba quería caer: sus silencios, las noticias de las ocho que daban en la radio y no escuchamos y hasta esa especie de tensión contenida que nos envolvía a ambos; el olor a café caliente inundándolo todo y sus manos aferrando en un abrazo la taza con que se “ocultaba” para solo observarme. Él no iba a tocarme, eso lo supe de inmediato, era como esos hombre con los que me había tocado tratar y, hasta dar el primer paso, no se animaban a mirarme desnuda siquiera por no romper con esa falsa moralina con que habían sido criados; después de cogerme siempre les volvía y me daban la espalda y hasta repudiaban mi oficio como si jamás hubiesen requerido de mis servicios pero yo los conocía y aceptaba. Pedro parecía uno de ellos esa mañana: tímido, callado y sin iniciativa.
No esperé demasiado para dejar de perder el tan preciado tiempo que teníamos así que apenas terminó su café me levanté de mi silla a recoger su taza y con esa excusa me agaché y le busqué la boca para poder besarlo, él se volvió hacia mí y poniendo la mano en mi cintura me atrajo hacia sí y respondió a ese beso con mucha pasión; se levantó de su silla, y no sabiendo bien qué hacer con tantas ganas, solo me apoyó contra una pared y allí me besó y mordió y tocó como si fuese a comerme más que a hacerme el amor. Metió sus manos bajo mis ropas y pude sentir la tibieza de sus dedos que por momentos eran suaves haciendo una caricia y al siguiente me aferraban como garras mientras le hervía la sangre en las venas, los sentí en mi espalda mientras me pegaba a él en ese abrazo que me quitaba el aliento y luego cuando lentamente los deslizó hasta mi entrepierna para arrancarme un hondo gemido que acalló a besos. No sé si porque hacía tanto tiempo que no estaba con un hombre o porque realmente le tenía muchas ganas esa fue la sensación más placentera que recuerdo haber tenido jamás: su pecho caliente se apoyaba contra el mío mientras a medio desvestir los dos nos recorríamos de norte a sur tocándonos como dos adolescentes que se están descubriendo; su boca invitaba a imaginar mil cosas y mis ganas otras tantas. Así, excitados y fuera de la realidad estábamos cuando golpearon a la puerta y nos quedamos quietos y en silencio ambos; respirando agitados, con el corazón a mil por hora. Quien fuera que golpeó no se quedó mucho tiempo esperando pero nos sirvió para caer en la cuenta que el espacio en el que estábamos no era el apropiado para lo que estábamos haciendo así que, una vez que sentimos se hubo ido, lo tomé de la mano y lo llevé a mi cama.
 Mi cama, ese lugar sagrado donde nadie más que mis niños y yo ocupamos hasta entonces iba a ser bendecido por vez primera con un amor verdadero y no las simples ilusiones que hasta el momento habían colmado mis noches de soledad buscándolo, imaginándolo, haciendo de él un sueño diario que siempre había amenazado con no pasar de allí. De la mano lo traje hasta ella y en ella lo senté y lo detuve cuando quiso volver a retomar aquel ritmo que llevaba entonces: desesperado; esta vez iba a volver realidad esos sueños que supieron desvelarme así que debía ser “mío” y para ello dejarse someter a mis deseos. Las manos llenas de caricias, la boca de besos, la imaginación volada…así estaba frente a él, ni él era un simple hombre, un hombre más para mí, ni yo era esa puta que fingía un poco de cariño para darle su cuota de felicidad paga; éramos como dos seres puros que consumaríamos el acto de volvernos uno, como un ser mitológico que por un momento lograría vivir al ritmo de un solo corazón, y pasaríamos a ser “nosotros” dejando de ser “yo”.
Su mirada, su devoción, su deseo…todo eso vi en esos ojos que casi suplicaban la piedad de rescatar ese momento que nos dejó en vilo, sus manos querían tocarme y no lo dejaba, su boca besar mi vientre desnudo y a su alcance y tampoco; estaba a mi merced, era lo que yo quería que fuese. Tomé su cara entre mis manos y lo acaricié lentamente sin dejar de mirarlo a los ojos: con una mano aferré suave pero firmemente los cabellos de la nuca y lo jalé hacia atrás haciendo que se apoyase con las manos en la cama, me incliné sobre él y con mi boca cerca de su boca recorrí con la yema de los dedos sus labios abiertos al beso que le negaba; respiré en su oído…dejé caer una caricia suave desde su boca por su cuello mientras lo besaba levemente:
    -…Por favor…-alcanzó a decir mientras le quitaba la camisa de los hombros.
    -Shhhh…-lo llamé a silencio jalándole un poco más el cabello-,estás en mi cama…-le recordé en tanto me subía a su regazo.
Se dejó caer lentamente sobre el colchón y lo solté para verlo desde mi altura: moría de ganas; sus manos treparon prontamente por mis muslos y se perdieron bajo mis ropas buscando tocarme, atraerme hacia sí, hacerme sentir sus ganas bajo el pantalón al moverse… pero yo no iba a dejar que ese momento terminase sin haberle arrancado más que un suspiro, no me conformaba, quería que cuando llegase al clímax sintiera como se desgarraba un grito en su interior y se le escapara para mí, que gimiera, eso quería: un hondo gemido de placer que resumiera tanta espera; no sé si como castigo por haberme hecho desear tanto o como premio por quererme y estar a mi lado incondicionalmente, pero quería escucharlo gemir. Postergué tanto como pude ese beso que deseaba y seguí evadiendo su boca en tanto lo dejaba tocarme así inclinada sobre él, manteniendo cierta distancia al apoyar mis manos a los lados de su cara, sobre la cama. No era desesperante solo para él…no lo era. Susurraba mi nombre acercando su cara a la mía rogándome un beso, me apretaba contra sí como luchando contra lo que quería hacer y la norma implícita de “mi cama” y ser un “invitado” en ella. Cuando por fin lo dejé besarme soltó un suspiro como un “gracias” y quitándome la ropa me pegué a su pecho caliente, entonces giró la posición y quedé bajo él casi sin darme cuenta, a merced de sus ganas y sus manos y besos y lo que quería hacer de mí, conmigo…
Jamás nadie me besó así ni me hizo sentir lo que sentí con él, miento si digo que alguno de aquellos hombres con quienes supe convivir se acercaron siquiera a lograr producir esas sensaciones, hacerme sentir amada, plena: ninguno antes; solo él. Me hizo sentir mujer por primera vez, me trató con la ternura y pasión que ni en sueños habría logrado imaginar porque no tenía hasta entonces recuerdos de cómo se trata a un ser amado, y él los creó también. Fue un antes y un después de él; me marcó a fuego. Todo lo que quise hacerle me lo olvidé apenas quedar a su merced, se apoderó de mis ganas, me sometió con su entrega y al final, cuando se suponía que era él quien daría ese gemido de placer que tantas veces pensé, nos sorprendió un suspiro ahogado por un beso a los dos y quedamos exhaustos respirando agitados uno en el oído del otro:
    -Ahora ya puede llegar tu madre.-susurró divertido, después. Nos reímos.
    -Si me da unos minutos de descanso no la dejo entrar en todo el día.-agregué. Reímos más.
    -Mejor que venga, solo eso puede salvarme de que me mates.-insistió en hacerme reír.
Y en eso estábamos, riendo a carcajadas como niños, cuando llegó mi madre y no pudimos ni quisimos ocultar que habíamos estado juntos al fin.
Oímos los pasos fuera de la pieza acercándose y nos cubrimos con las frazadas como si lo esperable fuese esa entrada abrupta y ese enfrentamiento al fin que no se daba pero estaba latente desde el mismo momento en que Pedro se quedara con nosotros. Vimos a contraluz su sombra por debajo de la puerta quedarse un momento enfrentando a la misma y entonces creímos que entraría…pero no, giró y así como llegó se fue. Miré a Pedro, me envolví con la sábana y caminando lentamente observé hacia el pasillo, salí a éste, caminé hacia la cocina…y nada, no estaba; miré por la ventana entonces hacia afuera y la vi yendo calle abajo a paso lento, cavilando quién sabe qué cosas.
Yo amaba a mi madre, la amaba por ser quien me había dado vida y cuidado hasta entonces a mí y a mis hijos pero no podía evitar que se alejara de nosotros cada vez que la desobedecía, siempre había sido igual: toda decisión que yo tomaba estaba mal, mis hijos eran prueba viviente de cada gran error que yo había cometido, para ella, y no pasaba un día sin recordármelo, sin mostrármelos, sin recalcarme una y otra vez que debía ahora trabajar por ellos, para alimentarlos y vestirlos y darles educación; que era como ella, que había equivocado el rumbo apenas darme a buscar esa “estupidez” del amor y no a un hombre de buen pasar económico que nos asegurase un futuro. Todo mal, siempre hice todo mal para ella y mi edad y ese reloj que se consumía el tiempo, los años y sus esperanzas, no se detenían y ella se volvía cada vez más vieja y le pesaban cada vez más los años y los recuerdos y la pobreza. Ser pobre no es malo, siquiera te das cuenta que lo eres si naces pobre, si creces pobre y vives pobre; te acostumbras al barro, al hambre, al frío, a todo te acostumbras: a vestir ropa regalada, al olor a mugre, a las chimeneas tosiendo humo negro todo el día, a los perros flacos mendigándote un mendrugo… Uno se acostumbra a todo eso si culturalmente es pobre, si nace en las villas y no es tragado por ellas: yo nací pobre y a mí no me molestaba vivir así pero ella sufría este destierro obligado desde siempre; lo sufría y aunque no lo hiciera evidente su rostro mostraba ese sufrimiento en cada honda arruga con que se pobló su cara, en cada cana que tiñó sus cabellos prontamente con los años, en la pose encorvada que fue adquiriendo su cuerpo sin darse cuenta. Se notaba, se notaba mucho su dolor, su resignación, su entrega a soportarlo como una condena impuesta y aceptada por la vida.
Ella ya no creía en dios alguno, hasta eso había perdido, y desde entonces, como supo decirme muchas veces: “sin fe uno está solo, completamente solo”.

       -Quiero que me acompañes a un lugar- me sorprendió la voz de Pedro mientras veía a mi madre perderse calle abajo.
    -¿A dónde?-pregunté corriendo la cortina nuevamente para ocultar el afuera.
    -Será una sorpresa-contestó-. Solo vení conmigo.
Nos vestimos y salimos después de avisarle a Doña Carmen que la casa quedaba sola. Caminé por vez primera por esas calles que hacía tiempo no recorría, el paisaje se me había despintado un poco de cuando lo dejé de ver allá por el mes de marzo: ahora hacía mucho frío y casi no había gente en las calles. Llegamos a la parada del autobús y esperamos un momento a que éste llegara, luego nos subimos y fuimos rumbo a Capital. Ver las mismas casas, los mismos sitios que solía recorrer diariamente, me golpeó como un viento frío. Lo primero que pensé es que íbamos a ver su casa, hasta ese día pensaba que cada vez que él salía de mañana iba a hacer eso, que se tomaba ese mismo autobús y hacía ese recorrido hasta llegar a la plaza donde nos conocimos y allí se quedaba mendigando o haciendo quién sabe qué cosa para conseguir el dinero que luego aportaba para el sustento diario. Eso pensaba. Muchas veces lo había imaginado sentado en un banco observándola como quien observa una parte de su vida a la que quiere volver pero ya no puede, ya nunca podrá porque es parte del pasado, pero no deja de creer que allí dentro el tiempo ha quedado estático y lo espera. Pensé en su familia, esa de la que solo supo contarme que destruyó un accidente y hasta entonces no volvió a mencionar ni lo animé a hacerlo por respeto a su dolor. Pensé en sus hermanos, en si tendría más parientes… Muchas cosas pensé mientras él hablaba y señalaba uno u otro lugar que pasábamos y me contaba una historia somera de los mismos. Para mi sorpresa, a tres paradas de la plaza nos bajamos.
El sitio al que llegamos caminando era un edificio de los nuevos que se hicieron en los años ´90 en esos barrios acomodados, por frente tenía grandes ventanales hasta el piso y las paredes revestidas hermosamente con una especie de azulejos color té con leche donde el verde de las plantas que se hallaban en macetas resaltaba en ese amplio espacio. En el vestíbulo había un escritorio y tras él un hombrecito menudo y de huesudas facciones que apenas ver a Pedro tras los vidrios se levantó de su silla y vino pronto a abrir la puerta y estrechar su mano con un “¡Don Pedro, que grato verlo!”, que me sorprendió como aquella mañana en que desayunamos en aquel café al que me supo llevar. Nos invitó a pasar y me llamó “señora” no una sino dos veces. Nadie nunca me llamó señora en ningún lugar, eso sonaba raro, cuando lo dijo no pude no mirar hacia los lados como buscando a la “señora” a quien nombraba:
    -¿Viene a ver a Doña Margarita?-preguntó el hombrecito tomando el intercomunicador-, ya se la llamo.
    -No, no le digas que estoy, Eduardo- dijo Pedro-, solo decíle que llamé porque voy a venir a buscar “aquello” y necesitás que te lo de ahora.
    -Bueno, bueno, Don Pedro-se mostró diligente.
Llamó al fin por el intercomunicador y a quien estuviese de ese otro lado le dijo lo que Pedro había pedido dijese, luego colgó y ofreciéndonos tomar asiento para esperarlo fue hasta el ascensor y en él se perdió tras cerrarse las puertas. Pasó un rato, me senté solo cuando vi que había cámaras de seguridad y me sentí observada; Pedro miraba hacia afuera parado frente a la puerta. Cuando escuchamos llegar al ascensor nos volvimos a mirar y junto a una pareja volvió aquel hombrecito; la pareja salió del edificio y él vino hasta nosotros y luego de entregarle un sobre a Pedro comentó que esa señora, Doña Margarita, le dejaba dicho que quería verlo pronto. Se saludaron dándose la mano y entonces nos fuimos.
Caminamos nuevamente tomados de la mano hasta la parada de autobuses y subimos a aquel que nos trajo. Volvíamos. Hasta ahí yo había respetado sus silencios y no me había metido en lo que no me importaba pero saber quién era esa mujer fue una interrogante que no podría soportar así que pregunté a quemarropa:
    -¿Y quién es Margarita?- fue la primer vez que me sentí celosa de él. Él solo me miró y apretando mi mano contestó:
    -Mi madre, Margarita Villafañe es mi madre.

   No esperaba esa respuesta, no sé por qué no esperaba saber que Pedro aún tenía a su madre viva, quizá porque lo único que había sabido contarme, casi como sin querer, era aquello referido a su propia familia y la tragedia que envolvía a ésta, me hice una idea de que solo tenía esos hermanos vivos y algún que otro sobrino pero no a su madre:
    -¿Y hace cuánto que no la ves?-pregunté considerando que ya era tiempo de que hablásemos de él. Él sabía muchas cosas de mí, todas las que había querido conocer y las que conocía desde que convivíamos, pero yo ignoraba prácticamente todo de él porque solo había, hasta entonces, permitido que me contara lo que él deseaba contarme y no lo que yo deseaba saber. Ahora era el momento de preguntar y pregunté.
    -Desde…el accidente-contestó. Me soltó la mano y se aferró a ese sobre y así cabizbajo como estaba continuó contando como quien teje recuerdos para sí-. Hace ya mucho que no la veo. Debe estar muy diferente; solía ir cada semana a una peluquería que hay ahí cerca y hacerse peinar, me acuerdo, y se hacía matizar el pelo a veces para no cubrir del todo las canas sino desdibujarlas-sonrió por lo bajo-. Sé que dejó de ir hace ya mucho tiempo a ese lugar, por eso creo que debe estar muy diferente a como la recuerdo.
    -¿Y por qué dejaste de verla?-seguí indagando. Él parecía dispuesto a contestar y me animé.
    -No sé…por esas cosas de la vida…-se puso serio, hizo una pausa en la que pareció buscar esos por qué que justificaran su abandono-. Por cobarde-dijo al fin-, en realidad fue por cobarde- levantó la cabeza y sentándose derecho me miró-, no soporté nunca la idea de tener que explicarle los sucesos de esa noche…de cómo maté a sus nietos…-le tembló la voz en esa última frase. Tomé su mano y apretándola fuerte quise hacerle sentir que ahora ya no estaba solo, que podía confiar en mí y hacer, si así lo necesitaba, esas cosas que quedaron pendientes pero conmigo a su lado.
    -Ella te reclama, eso escuché-dije-, no podes escapar por siempre de tus miedos-me miró, miró hacia abajo, buscaba un lugar en donde no sentirse presionado y se notó mucho-. No soy quién para obligarte-agregué buscando tranquilizarlo-, solo digo, es mi opinión…¡no me hagas caso!- me llamé a silencio y miré hacia otro lado para salirme de tema, entonces noté que lentamente dejaba de apretar también mi mano.
    -Pensaba en ir este sábado-dijo-,¿me acompañarías?-mi mirada debe haber sido de mucha incredulidad porque repitió su pregunta pero agregándole “es en serio que lo digo”, asentí moviendo la cabeza mientras por dentro no creía que después de tanto tiempo conocería a un familiar de él, y menos a su madre.
Cuando llegamos nuevamente a la casa mi madre ya estaba allí y también mis hijos, era más de mediodía y ya almorzaban. Pedro guardó ese sobre entre sus pertenencias y nunca hablamos de lo que contenía hasta que dos o tres días después llegó aquel hombre, recuerdo, y todo el barrio comentó su llegada.
  La historia fue así: después que mi madre salió a llevar a mis niños a la escuela Pedro se cruzó a mi cama y fue entonces que escuchamos los golpes en la puerta, fui a ver y descorriendo las cortinas solo un poco observé que un automóvil negro, de esos caros, estaba parado frente a mi casa a escasos metros de la puerta. Le dije a Pedro susurrando lo que había visto y él se vistió y atendió. Tras la puerta había un hombre mayor, de unos sesenta años, que traía en una mano un maletín y con la otra sostenía un pañuelo sobre su nariz como evitando el olor a mierda al que ya estábamos más que acostumbrados:
    -Don Pedro- dijo apenas le abrió la puerta-, que gusto verlo- agregó sacándose el pañuelo para darle la mano-, ya creíamos mi chofer y yo que no lo encontraríamos y estábamos por irnos de esta…este lugar, cuando unos chicos nos señalaron la casa-comentó sonriendo mientras Pedro lo invitaba a pasar.
Cuando entró yo salí de la pieza y me acerqué con la excusa de ir a preparar mate así que no tuvo más remedio que saludarme. No disimuló nada su desagrado al estrechar mi mano, su cara fue como si tocara mierda. Pedro no dijo gran cosa desde que aquél se sentó y sacó unos papeles que puso sobre la mesa y comenzó a explicarle no sé qué cosas sobre un trabajo que parecía estaba haciendo y solo faltaba pagar y “lo terminaban”; lo escuchó, tomó los mates que le cebé y después de firmar aquellos papeles que aquél otro supo indicarle solo sacó el sobre que supo guardar hasta entonces y se lo entregó. El hombre abrió aquel sobre y extrajo tres fajos de billetes de a cien que contó delante nuestro, era mucho dinero, una vez contado agregó la suma en esos papeles que Pedro firmara y luego de hacerle un recibo por el total se marchó. Se fue casi en puntitas de pie para no pisar barro hasta el automóvil que entonces se encontraba rodeado de mocosos y viejas chusmas y salió tan de prisa como debió llegar hasta mi barrio. Cuando cerramos la puerta escuché a Doña Rosa decir convencida que se trataba de un político en campaña y que después averiguaría bien con mi madre para enterarse si nos habían regalado algo.
No hablé de eso con Pedro, no pregunté quién era ni qué hacía, en la villa un automóvil lujoso solo podía implicar drogas o políticos y no me pareció aquel hombre ni uno ni otro…pero podía estar representando a uno de ellos. Mejor no saber. Si Pedro andaba en cosas raras se iba a tener que ir, yo había convivido con hombres golpeadores y hasta ladrones pero vendedores de drogas o asesinos no iba a aceptar bajo mi techo. Nos quedamos solos y volvimos a la cama, pero eso no evitó que pensara muchas cosas.

   Mamá, hoy voy a acompañar a Pedro a ver a su madre.-le confié arrodillada junto a su cama la madrugada del sábado. Necesitaba hablar con ella de lo que estaba pasando así que me arriesgué entrando a su pieza.
    -¿Tiene madre ese desgraciado?-masculló despertando.
    -Sí-continué susurrando-, vive en un barrio acomodado allá en Capital y me pidió que lo acompañe a verla hoy-con esas pocas palabras capté su atención. Se giró en la cama y abriendo las cobijas me invitó a acostarme con ella como cuando era niña y dormíamos juntas.
    -¿Es una vieja con plata?-susurró también para mantener el tono secreto de la charla.
    -Así parece-le dije-, el otro día, cuando lo acompañé por primera vez, ella le mandó un sobre con un fangote de guita que ayer él le entregó a un tipo no sé por qué asunto que estuvieron tratando.
    -¡Ah!,¡ el tipo que Doña Rosa dijo que vino, uno de traje negro!-acotó entusiasmada.
    -Ese. El que vino a la mañana-confirmé lo que le habían contado, visto estaba.
    -La vieja boluda de acá al lado me dijo que era un político y me preguntó qué estaba regalando-nos reímos, hacía mucho que no reímos de algo-. ¿Quién es la tipa, qué hace?-indagó.
    -¡No sé, mucho no sé porque viste que él es muy reservado y que me pidiera entonces acompañarlo como ahora es toda una novedad para mí!.
    -Para cogerte bien que no es mudo-se puso seria-, resuella como un toro viejo el desgraciado-me hizo reír nuevamente y casi rompo en carcajada. Volvió a reír conmigo al ver que me tentaba por sus dichos.
    -Es buena gente-le dije ya calmada-, y hasta ahora no nos ha hecho faltar nada.
    -¿Y cómo sabes que ella es dueña de ese lugar donde decís que fueron y no una simple empleada?, ¿y si trabaja en casa de familia?-se puso seria.
    -Puede ser…-me hizo dudar de mis ideas-,pero a él varias personas lo trataron como a un tipo de plata no solo ahí sino en otros lados donde estuvimos, por eso creo que tiene plata su madre, que su familia es de allá arriba-señalé el techo como si los ricos vivieran sobre nuestras cabezas. Ella se quedó pensando un momento, viendo al techo.
    -¿Pero no me dijiste esa noche en que lo conociste que vivía bajo unas plantas en una plaza?-recordó.
    -Sí, así lo conocí, como a un desharrapado, pero trae una historia jodida detrás y creo que por ahí llegó a estar donde lo conocí-dije bajando aún más la voz hasta hablarle casi al oído-. Perdió a su familia en un accidente de tránsito-le confié.
    -¿De verdad?-se sorprendió alejándose un poco para verme a la cara; asentí frunciendo la boca.
    -No sé detalles de eso pero me dijo que él manejaba el auto en que se mataron su mujer y sus hijos la noche que pasó…-escuchamos a Pedro toser y nos quedamos un momento en silencio. La noche estaba calma y acrecentaba los sonidos-. Eso solo me dijo- continué luego de que volviera el silencio anterior-, y que desde entonces no ve a su madre.
    -¿El tipo los mató en un accidente, estás segura?-nuevamente preguntó algo para lo que no tenía respuestas.
    -Eso dijo-contesté-, y que desde entonces perdió contacto con sus familiares y todo eso.
    -Y decime, eso de la plata que le dio la madre, ¿era mucha?.
    -¡Nunca vi tanta junta- dije-, solo en las películas!.
 Poder contarle aquello a mi madre me hizo sentir acompañada dentro de todas las dudas que Pedro me comenzaba a generar, ella era más realista que yo, siempre lo había sido, y podía echar un poco de claridad a todo eso. Nos quedamos hablando hasta que sonó el despertador marcando las ocho y entonces nos levantamos, ella preparó el mate mientras yo tostaba pan y después desperté a Pedro en su cama allí en el piso para desayunar; se levantó, fue hasta el baño y nosotras nos sentamos a la mesa a matear mientras no estaba.
Cuando él salió del baño se sentó junto a nosotras y ya estaba peinado y con la cara lavada para comenzar el día:- ¡Abríguese que está muy frío!- dijo mi madre, y él me miró como preguntando “qué pasa”. De no hablarle por meses a preocuparse por él el interés de mi madre fue muy obvio. Pedro tomó su campera, aquella que supieron regalarle las enfermeras en el instituto donde estuvimos, y se la puso en silencio mientras mi madre le cebaba otro mate y le acercaba el plato con tostadas:
    -Me voy a cambiar-dije en un momento para salirme de esa incómoda situación en que mi madre me estaba metiendo.
    -Yo voy a fumar afuera-aprovechó Pedro para escaparse también.
Cada quien se fue para su lado dejando a mi madre con su cara feliz allí sentada. En toda la charla que tuvimos nunca me preguntó el origen de ese dinero que él supo traer, solo quiso saber la cantidad pero no su origen; parecía que le daba igual de dónde fuese en tanto existiese, a mí no.
 Cuando acabé de vestirme ya eran casi las nueve entre una y otra cosa. Saludé a mis niños, a mi madre, y nos fuimos.
Viajar en autobús los fines de semana no es igual que de lunes a viernes y menos a esa hora: el vehículo estaba casi vacío así que hasta pudimos elegir asiento; nos fuimos hacia el fondo del mismo y ahí nos quedamos cómodos y solos. Lo primero que hizo Pedro es preguntarme qué le pasaba a mi madre que había amanecido así con él, le mentí que no sabía, le dije que había amanecido diferente conmigo también y había querido hablarme y eso habíamos hecho desde que tocó el despertador como si nada pasara; que quizá tenía uno de sus días buenos, le dije, que eso debía ser, pero no pareció creerme nada. Igual no nos ocupó ese tema todo el camino sino lo que íbamos a hacer: ver a su madre; y yo estaba tan o más nerviosa que él:
    -No sé si realmente podré verla-me dijo cuando hicimos la segunda parada-, si tendré el valor de hacerlo…
    -Voy con vos-lo alenté a seguir-, no estás solo-y como si me lo creyera agregué-, a ella le va a agradar saber que no estás solo.
En realidad que yo le agradara era tan improbable como que él se sintiese cómodo frente a ella. No pude imaginar siquiera lo que debía estar pasando por su cabeza en ese y todos los momentos anteriores a esta decisión, las cosas que lo llevaron a tomarla, la necesidad de “aparecer” luego de tanto tiempo según él… Como tampoco pude imaginar lo que aquella mujer podía siquiera sentir apenas ver a su hijo nuevamente, cómo reaccionaría; pensé en qué haría mi madre en esa situación, cómo recibiría a cualquiera de mis hermanos de suceder esto: inimaginable; así fue.

   Esta vez el camino hasta aquel edificio de departamentos pareció más largo que la vez primera, me costó acompañarlo, a metros de llegar tuve pánico a ser rechazada, no sé por qué, eso fue nuevo para mí, el rechazo siempre había sido en mi vida parte del oficio y creí que estaba naturalizado pero por primera vez temí no agradar a esa mujer tan importante para él y que de alguna forma eso influyera para perderlo… No sé…por un lado ese era el paso que él necesitaba para volver a reconstruir su vida pero por otro sentí que podía ser el que destruyera la mía. Yo estaba bien con él, tenía su apoyo, no había tenido hasta ahí necesidad de volver a mi “trabajo” y hacer esa vida de ama de casa me agradaba, me agradaba cocinar (aunque no era muy buena en ello), atenderlos, coser ropa, disfrutar del calor del hogar, todo eso, todo eso que no era nada más ni nada menos que ser madre, hija y amante, pero por primera vez respetada y querida. No era poco lo logrado junto a él, eso debía también reconocerle y era parte de ese miedo a perderlo: mi autoestima era otra, me sentía fuerte; junto a él me sentía fuerte. Por todo eso perderlo implicaba destruirme luego de haberme construido de nuevo y ahí radicaba todo el miedo. ¿Y si esa mujer no me aceptaba como pareja de su hijo?, pensé, ¿y si él volvía a tratar con su familia y se integraba nuevamente a sus círculos nos querría cerca…?; ¿sus hermanos me querrían?, ¿me tratarían con el mismo respeto que trataron a quien fuera la esposa de Pedro entonces o como a la puta que le dio un techo hasta que volvió?, y él, ¿me pagaría por los “servicios” prestados como un simple cliente que supo irse satisfecho o realmente haría una diferencia desde el afecto que nos teníamos?.
Ahora que lo pensaba bien, conocer a su madre era una mierda.
Al final entré, mordiendo todas aquellas dudas e intentando no fallarle entré; fui con él hasta el hall como aquel día y allí nos recibió aquel hombrecito:
    -¡Que gusto verlo, Don Pedro!-dijo estrechándole la mano-, ¿todo bien, estaba todo el dinero que esperaba?, ¿hubo algún problema con eso?-de pronto pareció preocupado de que haya vuelto tan pronto.
    -Está todo bien, Eduardo, hoy vine a ver a mi madre-apenas oír aquello el hombrecito pareció perder color, se quedó boquiabierto mirando a Pedro un momento sin poder dar crédito a lo dicho por éste.
    -¿De verdad vino a verla?-preguntó acercándose un par de pasos y en tono confidente.
    -Sí, de verdad, por favor avisále que vamos a subir-lo mandó señalándole el intercomunicador.
El hombrecito llamó y sin dejar de mirar a Pedro avisó que íbamos a subir, luego nos acompañó hasta el ascensor y con cara de incredulidad nos vio hasta que las puertas se cerraron:
    -¿Cuántos años hace que no se ven?-pregunté. Él caviló un momento mientras los números se sucedían encendiéndose en el tablero: 1…2…3…
    -Casi cuatro años-dijo al fin-, cuatro largos años…-agregó como para sí.
Llegamos al 8º piso y salimos. La luz del pasillo era intensa e iluminaba las dos únicas puertas de los departamentos que había reflejándose en ellas, en el piso lustroso, en cada cosa pulida para brillar; el olor a perfume de los líquidos que usaban para limpiar nos chocó apenas detenerse el ascensor. Solo una de esas puertas estaba entreabierta, la A, hacia ella fuimos. Si me hubiese dicho que no quería entonces verla lo habría alentado a irnos pero no lo hizo así que me vi obligada a seguirlo como si en realidad lo guiara. Antes de entrar a ese departamento él golpeó un par de veces y luego lo hizo. Entramos. El cambio de la luz del pasillo a aquella otra que provenía de los largos y altos ventanales que daban a la calle fue abrupto, chocante, fue como pasar a otro extremo de realidad, realmente impresionante: tras los vidrios los techos de los caserones y edificios más bajos se alzaban a lo largo y ancho que alcanzaba la mirada bajo un cielo límpido apenas pintado por alguna que otra nube gris; adentro todo era lujo, cada cosa adonde viese era cara. El espacio era amplio y estaba decorado con tonos suaves que componían armoniosamente un living como aquellos que solo en revistas de decoración había visto en mi vida, las ventanas tenían largos cortinados blancos que abarcaban desde el techo hasta el piso pero entonces estaban descorridos, plantas aquí y allá al igual que aquellos muebles de madera resaltaban hermosamente en ese lugar. Había rosas frescas en floreros distribuidos sobre muebles elegantes y sus rojos, sus amarillos, sus verdes de las hojas, daban vida a los sitios donde estaban estratégicamente acomodadas en ese planteo de diseño.
En un espejo que había sobre una de las paredes me vi por vez primera recortada en ese espacio como fondo y me reconocí: no encajaba, yo era como un objeto barato comprado en el barrio de Once; mis jeans desteñidos pegados al cuerpo, la camisa blanca que se notaba era vieja, la cartera de animal print en amarillo y negro y cada objeto puesto para hermosearme eran como un grito de mal gusto. Fea, me vi fea y no sabía dónde ocultarme:
    -¡Pedro, hijo…!.-se escuchó la voz de la anciana llamar desde uno de los cuartos. Se asomó entonces una mucama y saludándonos primero y no sabiendo si realmente éramos quienes debían estar ahí (Pedro desentonaba igual que yo) nos indicó el camino hacia la pieza mientras ella cerraba la puerta que hasta entonces había permanecido abierta.
Lo seguí pero no entré con él a ese cuarto, me quedé en el pasillo, a un paso, y escuché la emoción de ese saludo y luego también el llanto de ambos y las pausas para susurrarse cosas y pude sentir como un escalofrío me recorría el cuerpo; los imaginé en un abrazo mientras retrocedía, reconociéndose en las miradas, los gestos, mientras abría la puerta, y supe que no habría un recibimiento tibio siquiera en esa familia para alguien como yo y los míos, entonces me fui. Tomé el ascensor y salí casi corriendo a la calle, a la fría mañana, a mi realidad impiadosa, huyendo con mis miedos hacia donde pertenecía: a la mugre.

   No supe nada más de Pedro en los días que siguieron a ese sábado. Sus cosas permanecieron en el lugar que supo dejarlas todos esos días porque no quise que nadie las tocara y esperé impacientemente su llegada día y noche observando tras los vidrios de las ventanas…pero nada: no llegó, no llamó, nada. Quizá fue ese el silencio que más dolió de todos los que supo hacer, ese de “desaparecer”, de no buscarme, de no preocuparse por mí, por los míos… A mi madre le sobraron los argumentos para esgrimir todo ese tiempo su famoso “te lo dije” y a mí me faltaron ilusiones para rebatirlo.
Por cobarde me lo merecía, eso me decía, con eso me acostaba y con eso me despertaba cuando las noches se alargaban desvelándome, me merecía ser abandonada por él o por cualquiera porque no sabía cómo pelear por mis sentimientos, cómo pedirle a quien quería que se quedase a mi lado a pesar de ser quien era yo, lo que había sido hasta entonces, lo que ya no quería ser; no sabía, nadie me había enseñado que se podía querer sin esperar nada a cambio. Me reprochaba inútilmente haberme ido y no era menos imparcial ese, mi juicio, que el juicio que mi madre hizo entonces sobre lo mismo; aunque ella jamás había estado así de cerca de conseguir lo que tanto pregonaba( un hombre con plata ) ahora yo era la culpable de cercenar completamente sus sueños al renunciar a los míos: ser feliz con la persona que amaba. Una estúpida, eso me sentía, alguien a quien la vida le había brindado la oportunidad de tener todo lo anhelado en un segundo…y lo había dejado pasar como si fuese un tren que daría pronto la vuelta para volver una y mil veces, y no como a la última oportunidad que se me brindaba en serio.
Todo eso pensaba, todo eso cavilé cada uno de esos días interminablemente largos donde las noches se fundieron con las mañanas sin que el sueño me sorprendiera ni una sola vez, más que para soñar despierta que volvía.
Cuando el dinero se acabó debí volver pero a la realidad, a mi realidad, a replantearme salir nuevamente a la calle a ejercer mi oficio y olvidar que eso pudo haber cambiado( o no )de no haber huido como lo hice esa mañana. Era tiempo de “volver” aunque me aterrara la idea de estar nuevamente a merced de la noche y sus trampas, aunque no estuviese del todo recuperada, aunque fuese apenas una sombra de lo que había sido; debía volver porque mis hijos no comían sueños, no se vestían con sueños ni se abrigaban con sueños, eso solo pasaba en las películas. Así que cuando me cansé de que mi madre me hostigara diciéndome todo lo que nos estaba haciendo falta decidí llamar a mis amigas y avisarles que esa noche volvería, les dije a la hora que estaría por allí y les pedí que por favor me ayudaran a comenzar otra vez; ellas nunca se habían ido, estaban fuertes todavía. Para ellas que volviese era una alegría, para mí admitir haber perdido mi pasaje hacia otro destino.
Recuerdo que esa tarde me vestí con ropa que hacía mucho no me ponía y me sentí rara, me vi rara, me molestó. Sentarme como antes frente a los espejos a maquillarme fue torturarme mentalmente con recuerdos de aquella terrible noche y pensar en las posibilidades de que se volviese a repetir, fue colocarme el maquillaje que taparía los rastros de esas esperas e intentar ocultar bajo éste todo el dolor, todo el llanto, toda la incertidumbre que esa situación me generaba. Lo hice con rabia, con resignación, con mala gana, así me preparé para volver a las calles: como un perro al que han hecho unas caricias y luego debe volver a las patadas.
Cuando tomé aquel autobús que me llevaba como antes hasta la plaza me sentí desnuda, la gente me miraba y no era que antes no lo hubiesen hecho igual, pero entonces me molestaba. Sentí que cada cosa colocada en mí era para eso, para llamar la atención, pero no era precisamente lo que entonces quería, no quería que me quedaran viendo como lo hacían ni que me insinuaran cosas los hombres con tanta liviandad frente a los niños que viajaban con nosotros; eso me dio mucha bronca y tuve que morderme para no decirles lo que pensaba de ellos en ese momento:”¡Malditas bestias…!”. Fueron cuadras y cuadras interminables de gente que bajaba y otras que subían y yo reflejada en los vidrios de ambos lados: cerca, lejos…; en los espejos que se hallaban sobre el chofer, en mi mente… Yo como centro de ese momento interminable, yo como reflejo de mi misma multiplicada hasta el infinito y repudiada por mí, odiada por mí, destruida, en fin, por mí… De todas mis batallas esta que libraba en mi interior era la más cruenta y no creí salir muy bien parada.
 Apenas pisar las baldosas de la plaza mis amigas se llegaron hasta mí y me abrazaron, eso lo recuerdo bien, con una de ellas apenas si nos habíamos hablado por teléfono solo un par de veces pero nos extrañábamos. Eran muchos años de conocernos, de vivir esas experiencias, de vernos y cuidarnos mutuamente los que nos aferraban, por eso las quería, por eso no importaba qué tanto nos distanciáramos ni los por qué para hacerlo, siempre quedaba esa amistad latiendo:
    -Te anduvo buscando el tipo ese con el que estabas en la clínica-fue lo primero que dijo una de ellas al convidarme un cigarrillo, el primer cigarrillo desde que me internaran. Lo tomé y fumé despacio, me dio un poco de tos al principio pero luego se pasó.
    -¿Cuándo?, ¿dónde?-pregunté.
    -Desde hace varias noches se aparece por acá y nos pregunta si te vimos, si te visitamos, cómo estás. ¡Creímos que vivía con vos, hasta donde sé vivía con vos!, ¿no?-hablábamos camino a nuestra esquina más allá.
    -Vivía, bien lo dijiste, hace días que ya no-contesté.
    -¿Se pelearon?-preguntó otra.
    -No…es algo largo de explicar, mejor después les cuento-dije intentando evadir tanta pregunta.
 La idea de que él me estuviese buscando me llenó de ánimo, recuerdo, eso solo podría confirmar que no me había quedado queriendo sola.
Yo había huido, eso lo reconozco, jamás negué mi cobardía ni la niego ahora, fui culpable de darle la espalda a esta relación tan bella que teníamos en un abrir y cerrar de ojos, eso es verdad, todo eso, ¿pero él por qué jamás volvió a buscarme?, ¿por qué no vino por mí, tras mío?. Yo le temía a todo eso desconocido que era su familia pero él conocía por demás a la mía y a mí, entonces, ¿a qué le podría haber temido?. Si no volvió era solo porque nada tenía que buscar, porque con él se había llevado TODO, hasta a mí, a mi mejor Ángela, a esa mujer que surgió fugaz, a mi mejor versión… Ésta otra Ángela que ahora estaba intentando volver a vivir como lo había hecho siempre, como le habían enseñado, a quien la sociedad había logrado arrinconar y no le permitía salirse de ahí él no la conocería, como yo tampoco la conocía: era una mujer llena de miedos, de incertidumbres, débil; eso recibió mi calle apenas pisarla.
Que me hicieran saber que él me estaba buscando me hizo preguntarme muchas cosas pero principalmente me enojó. Sacó lo peor de mí. No tenía derecho a buscarme en este sitio, se suponía que yo no debía volver a este lugar y que él estaría conmigo y no buscándome, ¿y para qué me buscaba?, ¿acaso no había encontrado ya a su familia?, ¿acaso no era eso lo que siempre había querido?. No lo sabía, si algo lo había definido como era realmente eran sus silencios y de ellos jamás había salido para hacerme parte de sus pensamientos, yo podía vivir conjeturando en qué estaría pensando cada vez que caminábamos solos tomados de la mano, qué ideas le cruzaban por la mente cuando yo hablaba hasta el cansancio buscando hacer amena una tarde o todo un día, en qué lugares estaba cuando parecía estar conmigo; todo eso podía ser la suma de todas mis preguntas sobre él en ese entonces, pero en realidad era la resta de cada interrogante: más que poco sabía sobre él y en realidad, a esas alturas, ya más nada me interesaba que olvidarlo.
“Puta se nace, no se hace”, retumbaban las palabras de mi madre definiendo lo que éramos y seríamos desde siempre para no olvidar que éramos “la cosa” parida por el mundo para calmar su ansiedad antes de vestirse de falsa moralina. Sus palabras buscaban alentarme pero en realidad me destruían. Ella era quien me había construido este carácter a medida de las circunstancias y yo solo sabía usarlo, jamás me había preguntado siquiera si hacía bien o mal, solo obedecía inconscientemente y me vestía y desvestía para hacer mi “trabajo” y esa noche no debía ser diferente; volver no debía ser diferente a como era hasta aquella última vez. Eso me dije prendiendo aquel tercer o cuarto cigarrillo conque pretendía matar la espera nerviosa de quien sería mi primer cliente apoyada contra la fría pared desde donde observaba todo: la plaza apenas iluminada y llena de sombras, las cuadras alumbradas por las luces de los vehículos que iban y venían por una u otra, los transeúntes presurosos que pasaban a mi lado apenas mirándome… Me temblaban las manos por el miedo, cada vez que mis amigas se iban con un cliente y me quedaba sola moría de temor:
    -Hola-dijo un muchacho que detuvo su automóvil frente a mí y recostándose sobre el asiento del acompañante buscaba acercarse a la ventanilla baja de mi lado-, ¿subís?-me acerqué y apoyándome en esa ventanilla miré la parte trasera del vehículo para cerciorarme de que estuviese solo.
    -¿Vamos a mueble o acá nomás?-le pregunté por si quería hacerlo en el automóvil.
    -Si tenés un lugar barato vamos ahí-contestó. Se notaba que sabía nuestros códigos, que no era un improvisado en esto de comprar nuestros servicios.
    -Tengo-le dije-, y además de barato es limpio-agregué abriendo la puerta para entrar. Él me pidió la dirección y estábamos por irnos cuando escuché que alguien gritaba mi nombre y mirando hacia atrás vi a Pedro correr desesperado hasta donde me encontraba-. Arrancá- le dije-, no hagas caso de ese idiota- así que arrancó y estábamos por irnos cuando se escuchó un fuerte golpe sobre un costado y vi que él estaba pateándole las puertas, abollándoselas.
    -¡¿Pero qué hace este boludo…?!-dijo el muchacho y frenó, se bajó presuroso dejando la puerta de su lado abierta y fue a enfrentarlo a Pedro a las trompadas por lo que éste le había hecho. Se trenzaron a golpes sobre la vereda y por más que le grité a Pedro que parara no hizo caso hasta que logró darlo por tierra y descargó sobre aquel toda la bronca que tenía acumulada. Cuando se cansó de golpearlo se levantó y para entonces yo ya estaba cerca de llegar a la otra cuadra buscando alejarme de él y su violencia. Corrió tras de mí llamándome y ni pensé en detenerme:
    -¡Ángela, esperá…!-gritaba mientras me seguía-, necesito que hablemos-insistía.
    -¡Yo no quiero hablarte, no quiero verte, déjame de joder, enfermo!-me di vuelta y le grité.
    -¡¿Por qué te fuiste, Ángela?!-preguntó.
    -¡Qué mierda te importa!-volví a gritarle dándome vuelta-, ¡quedáte con tu vieja cogotuda y su plata y todas esas cosas que tanto te importan pero déjame en paz, pelotudo!-me detuve para arrojarle una piedra que encontré en la vereda, más allá encontré otra y otra…y él solo se atajó tapándose la cara cada vez que se las arrojaba.
    -¡Vos me importás, Ángela, solo vos!-dijo cuando reanudé el paso porque me quedé sin piedras y se me salían los zapatos si andaba demasiado rápido.
    -¡No me jodas, si te importára me hubieses buscado, idiota, yo no me fui a ningún lado, sigo donde siempre!- me hervía la sangre de solo recordar cuánto lo había esperado.
    -¡Te busqué, estuve ahí…!-dijo estando a escasos dos pasos de mí-, vos dormiste en la cocina todos estos días,¿no?, yo te vi…-que dijese eso me sorprendió, me descolocó. No podía saber qué había hecho yo sino era viéndome. Me detuve. Quedamos a un par de pasos de distancia solo mirándonos-.Te vi-me dijo más tranquilo-, fui cada noche para verte…
    -¿Y por qué no golpeaste?, ¿por qué no entraste?-pregunté.
    -Es que…no sé por qué te fuiste, por qué me dejaste solo… Creí que ya no querías nada conmigo… ¡No sé…!-dijo con voz ya más calma.
    -Me fui porque no soy como vos, Pedro, nosotros somos agua y aceite…y jamás debimos estar juntos. Ahora sé que no debimos- dije para desalentarlo en un intento desesperado por no sufrir más. Me miró, se acercó un paso, luego otro…y estando a un suspiro de distancia solo dijo: -Decíme que no me querés más en tu vida y yo me voy para siempre, Ángela, solo decime…
Y no supe qué decir.

   No era tan sencillo, volver no iba a ser solo responder un “sí” o un “no” aunque me muriese por responderle que siempre iba a ser “sí”, que lo necesitaba como al aire para sentirme viva, que después de él ya no existía un después si se iba, no podía responderle solo “sí”. Tampoco iba a morderle la boca como quería en ese momento y arrancarle aunque fuese un grito por todo el dolor que me había producido en cada segundo que se ausentó, no iba a ser tan sencillo como solo volver, esta vez quería respuestas, muchas respuestas, toda las respuestas a todas las preguntas que le tenía y por respeto jamás le había hecho:
    -Tenemos que hablar, Pedro, quiero que dejes de esconderme cosas, de ser un misterio, necesito conocerte de verdad, no te conozco, esa es la realidad, solo sé de vos lo que quisiste que sepa pero todo ha sido a medias, poco… No sé qué pensás, qué ideas tenés sobre nosotros, cuánto te importo…-tomó mi cara entre sus manos y quiso besarme pero no lo dejé, me hice a un lado y comencé a caminar mientras buscaba en la cartera los cigarrillos y el encendedor. Me siguió.
    -No deberías fumar-dijo colocándose a mi lado. Hice como que no lo escuché. Encendí el cigarrillo y me aguanté esa tos que me venía cada vez que fumaba para no darle hasta en eso la razón.
Caminamos en silencio hasta la estación de servicio donde yo solía comer algo y nos sentamos en una de las mesas cerca de los baños como lo hacía siempre. A él pareció no gustarle estar allí pero nada dijo, solo me siguió como un perro fiel: desconfiado y pendiente del mundo que me rodeaba, atento a protegerme de cualquiera que se acercase, celoso:
    -Quiero saber sobre vos-le dije a quemarropa-, que me cuentes, eso necesito, que dejes de esconderte-me miró, miró en derredor, se notaba que ese pedido le molestaba mucho e iba a ser difícil cumplirlo pero lo haría.
    -¡¿Qué querés saber?!-dijo cruzándose de brazos. Lo miré desafiante pisando la colilla del cigarrillo.
    -Quiero saber cómo llegaste a vivir en la plaza si tu familia tiene plata, por qué no seguiste con ellos, eso quiero saber-también me crucé de brazos sin dejar de mirarlo. Bajó la vista y como buscando las palabras justas comenzó a hablar entre titubeos:
    -Es…es difícil de explicar, verás…-se restregó las manos nervioso, apoyó luego los codos sobre la mesa y entrelazando los dedos de ambas manos como en un rezo cerca de su boca continuó-, mi familia no tiene plata, esa es la realidad-aseveró-. Mi padre era Contador Público-frunció el ceño al esforzarse en recordar- y mi madre ama de casa; mis abuelos fueron inmigrantes: llegaron sin un centavo después de la segunda guerra y se esforzaron por darle a sus hijos un buen pasar económico-nos trajeron dos café y detuvo el relato hasta endulzar el suyo y revolverlo, mientras tanto yo solo permanecí expectante, en silencio-. Mi abuelo paterno compró el caserón frente a la plaza ya de muy grande-dijo mirándome por lo bajo-, lo compró para su primer nieto, para mí- sonrió-, ese había sido su único fin toda la vida en esta tierra y lo logró casi a sus sesenta años-tomó un sorbo de café.
    -¿Y tus hermanos?-no pude evitar preguntar.
    -Ellos vinieron luego, después que mi abuelo murió, hasta entonces solo yo estaba y en mí pensaba y a mí quiso dejarme todo su esfuerzo materializado en esas paredes- dejó el pocillo sobre la mesa y volviendo a su posición de “rezo” continuó-. Aunque luego llegaron mis hermanos mis padres mantuvieron aquella voluntad de mi abuelo hasta hoy y jamás reclamaron nada de él, es mío, solo mío-se le empañaron los ojos al decir esto, en realidad tenía pero no tenía aquello que le había sido dado-. Cuando niños vivimos todos: mis padres, mi abuela y nosotros en ese caserón; fui muy feliz allí-sonrió y su mirada se relajó-, éramos muy unidos mis hermanos y yo…
Hizo una pausa y la música que sonaba en los parlantes estratégicamente colocados en cada lado de aquel sitio pareció sonar más fuerte(https://www.youtube.com/watch?v=MvITnIylaQ8 ), escuchamos en silencio un momento. Cada palabra de aquella canción era para mí, así lo sentí, era mía porque él me las decía con aquellas miradas cargadas de amor conque me veía. Porque se notaba que me había extrañado tanto como yo lo había extrañado, que estaba a la defensiva como yo porque sangraba por viejas heridas que le recordaban que al amor hay que tratarlo con cautela, que jamás hay que confiarse porque puede dañarte para siempre. Luego de esa canción sonó otra y nos seguimos diciendo todo sin hablar: “Pido pocas cosas, pido tu memoria, que tú me recuerdes de buena manera(…) que haya luz en tu vida yo quiero…”; ambos queríamos ser esa luz en el otro. Me tomó la mano suavemente y escuchando esa música me guio hacia la calle, salimos, caminamos de vuelta hacia la esquina y cruzamos media cuadra antes de llegar a ella, fuimos a la plaza. Sorteamos los senderos tenuemente alumbrados por las escasas farolas que había aquí y allá hasta llegarnos a un banco que se hallaba enfrentando al frontispicio de aquel viejo caserón, nos sentamos en él:
    -Mirá-dijo-, si te quedás lo suficiente acá y cerrás los ojos y escuchás…-cerró los ojos quedándose en silencio un momento-, podés oír como reímos mis hermanos y yo corriendo por esos pasillos amplios que mi abuelo supo hacer dedicándole a ese esfuerzo todos sus domingos, todos sus feriados…-y abriéndolos agregó-. Y no verás lo que se ve, no la decadencia a la que sometieron su legado toda esa gente que siquiera lo quieren, que no lo aprecian…-me apretó sin darse cuenta la mano y se lo hice saber.
    -¿En esa casa viviste con tu familia?-se me escapó la pregunta como pensando en voz alta. Me miró, miró a su casa…
    -Sí-contestó-, ahí vivieron mis niños y mi madre también y mi esposa-bajó la vista, ya no quería mirarme ni mirar más nada-. Todos vivimos ahí hasta esa noche-quise preguntarle lo que había sucedido esa noche en realidad pero no hizo falta-. Esa noche…en ese tiempo, en realidad-se llevó ambas manos a la cabeza como si aquellos recuerdos que se guardaban allí le dolieran, lo lastimaran-yo era un maldito alcohólico-casi que escupió esa palabra; la dijo con asco, con bronca-, me pasaba todo el día bebiendo acá y allá… Comenzaba al mediodía en una confitería que había cerca de mi trabajo y acababa en alguna fiesta a la que había sido invitado por uno u otro “amigo”; todos son amigos cuando tenés plata…-dijo eso último como para sí-. Esa noche, la noche del accidente…-pareció no poder seguir, estar luchando contra sí mismo por hacerlo y a su vez negarse a contarlo.
    -Decime qué pasó esa noche, Pedro-lo alenté a seguir abrazándolo.
    -…Laura…-comenzó a llorar, las lágrimas rodaron por sus mejillas y su voz se entrecortó tajeada por el filo de la tristeza-ella subió a los niños al auto y…-respiró hondo buscando el valor para continuar-iba a manejar ella-se pasó las manga de sus ropas por la cara y tranquilizándose siguió-, yo no la dejé, era mi auto; era mi auto, mi casa, mi familia…-se enojó-. ¡Yo era un estúpido de esos que amontonaba personas y cosas todo en uno y no iba a dejar que ella…o nadie, las rompiera o tocase!,¡solo yo manejaba MI AUTO!-remarcó-. Íbamos a un bautismo-siguió-, al bautismo del menor de mis sobrinos, a eso íbamos-se cubrió la cara con ambas manos y mirando a la nada dijo:- y los maté…-lloró desconsoladamente sin descubrirse el rostro ni un momento-. Jamás llegamos, ¿entendés?-preguntó escondido allí debajo-, se quedaron todos muertos en esa maldita carretera camino a la fiesta y yo…¡maldito yo!...me quedé solo…
Lentamente lo hice salir de esa posición en que se encontraba cerrado al mundo y lo tomé en mis brazos como a mis niños cuando necesitaban ser consolados, acariciados, comprendidos, y lo dejé llorar pero asegurándole que ahora estaba conmigo, que yo lo cuidaría, que no tuviese miedo, y así nos quedamos hasta que se le agotaron las lágrimas que se guardaba todavía, las pocas que le quedaban.
Cuando llegaron los truenos que anunciaban las próximas lluvias ya íbamos camino a casa, a nuestra casa.

   Esa noche dormimos abrazados en su cama improvisada en la cocina. Solo dormimos, solo eso necesitábamos: abrazarnos y sabernos juntos otra vez; yo tenía una gran necesidad de él. Dormimos mientras la lluvia caía lentamente golpeando las chapas de zinc y el olor a tierra mojada se superponía al de gomas quemadas y mugre; se escurría de los techos cayendo a chorros y corría calle abajo arrastrando bolsas con basura destripadas por los perros; lo lavaba todo, lo limpiaba todo, cambiaba al paisaje humedeciendo los frentes de las casitas chatas, limpiando el aire. Me gustaba, me gusta el arrullo de la lluvia. No me dormí pronto, recuerdo, aferrada a su cintura lo escuché dormir así acurrucado dándome la espalda y solo pude pensar en protegerlo aunque no sabía bien de qué, de quién, pero eso me nacía: protegerlo; era como un ser indefenso que había perdido su lugar en este mundo y vagaba buscándolo sin encontrarlo, temeroso de todo y todos, confundido. No era un hombre como cualquiera de esos que siempre había tratado, no tenía esa soberbia e ignorancia que poseen quienes creen que un simple pedazo de papel prensado y pintado les otorga poder sobre otros, no era lo que poseía ni lo que no poseía, era como si quisiera ser una sombra, algo que ande pero no llame la atención, algo sin voz, sin presencia…y que yo había descubierto y sacado a la luz nuevamente. Como un condenado, eso se me hacía su vida, la de un condenado a las sombras expiando culpas que consideraba perpetuas hasta conocernos. Me despertaba sentimientos que jamás tuve con nadie; junto a él el tiempo parecía detenerse en una especie de primavera interior que me hacía sentir plena; mejor, mujer, bella…
Cuando desperté al día siguiente, recuerdo, mi madre nos miraba sentada en su sillón bajo la ventana y mis niños desayunaban sentados a la mesa en silencio, un silencio impuesto con rigor por ella. Me senté en el colchón y saludé; no contestó con un saludo:
    -¿Y qué hace acá de vuelta?-preguntó hoscamente. Se notaba realmente molesta.
    -Esperá que te explico, mamá…-le dije intentando que no levantase la voz para que Pedro no despertara pero no pude evitarlo y éste despertó.
    -¡Pregunto qué está haciendo otra vez en mi casa este desgraciado!-dijo levantándose de su sillón y viniendo hasta nosotros amenazante.
    -¡Tranquila-se levantó él-, esta vez ya no voy a irme, Graciela!-no dejó que llegase hasta mí. Ella lo miró desde su altura sin dejarse intimidar y levantando su dedo acusador amenazó con sacarlo a patadas de allí si se metía con su familia, o sea: nosotros-. ¡No es mi intención hacerles daño alguno- dijo Pedro buscando calmarla-, lo que sucedió estos días atrás ha sido un malentendido, solo eso, un malentendido que Ángela y yo ya arreglamos!.
    -¡Malentendido o no sepa que yo no lo quiero! ¿Entiende?,¡No voy a aceptar jamás que mi hija se vuelva a equivocar y mucho menos a esta edad, que la usen para ser mantenidos, que la llenen de sueños estúpidos!, nada de eso, ¡ni le voy a hacer de sirvienta y mucho menos a un vago que no tiene donde caerse muerto como yo!-Pedro se quedó mirándola un momento y viendo que mi madre se había hecho ya una idea errónea de él recuerdo que buscó en sus bolsillos y sacó todo el dinero que tenía y se lo dio.
    -Tome-dijo-, prometo desde hoy hacerme cargo de usted y su familia como corresponde-ninguna de nosotras esperaba que dijese eso. Ella tomó el dinero y guardándolo entre sus ropas y sin saber qué decirle se volvió sobre los niños y los mandó a vestirse para ir a la escuela.
    -Esto hay que hablarlo-le dijo a Pedro-, no crea que vamos a vivir de sus limosnas- y diciendo esto se fue con los niños a mi pieza.
Pedro me miró, tampoco yo sabía qué querría ella de él, qué le pediría, solo sabía que jamás la había visto así de enojada.
Cuando se fueron a la escuela y nos quedamos solos preparé el desayuno y hablamos sobre ella y lo que había pasado, le expliqué lo que realmente le sucedía a mi madre, el por qué era así, por qué actuaba tan a la defensiva siempre y qué esperaba de la vida y lo que él significaba para sus planes entonces; todo eso le expliqué, todo eso supo. Recuerdo que me prestó mucha atención y se interesó en esa parte de la vida de mi madre en que ella aún no pertenecía a estos sitios que tanto detestaba, pareció comprenderla y hasta justificarla desde allí:
    -Mi madre era sirvienta en casa de un amigo de mi padre cuando él la conoció-me contó-, pero por más que mi abuela quería otro tipo de mujer, en una mejor posición económica, con estudios, no pudo evitar que la eligiera a ella-y aprovechando que sacara el tema de su madre no pude evitar preguntar.
    -¿Tu madre compró ese lugar donde vive cuando te usurparon la casa?.
    -No-contestó-, ella sufrió un ACV cuando se enteró lo del accidente y…quedó postrada en la cama desde entonces-al escuchar la respuesta no pude evitar sentirme incómoda por saber aquello-. Ese lugar en que vive le pertenece a uno de mis hermanos, al que vive en España, él se hizo cargo de ella y su salud desde entonces.
    -…Perdón…-dije disculpándome por haberle hecho decir aquello.
    -No te preocupés, está bien, debí contarlo antes-suspiró-; no tenés culpa de lo ocurrido como yo-hizo una mueca que pretendió ser una sonrisa.
    -¿De qué vivís, Pedro?-pregunté al fin-, ¿de qué forma vas a cumplir con lo que le dijiste a mi madre?-insistí. Él solo me tomó una mano y dijo que no me preocupara por eso, que lo dejase hacer, que él sabía de donde sacaría el dinero, de qué viviríamos.
Y aunque me sonó a respuesta rebuscada decidí no ahondar en preguntas que quizá no contestaría, no querría contestar, y preferí esperar a ver que cumpliese lo dicho a mi madre no solo por ella sino por todos: por mis hijos, por mí y por lo nuestro también.

   Yo jamás dependí económicamente de nadie, esa es la verdad, siempre fui tan autosuficiente que hasta le pagué los estudios al padre de mi último hijo en la Universidad de Buenos Aires, en la UBA, la que está en calle Viamonte al cuatrocientos; le di día a día cada uno de los centavos que precisaba para sus estudios de bioquímico que luego le sirvieron para trabajar en el Hospital General de Agudos Dr. C. Argerich, el que está en La Boca, en Corbeta Pi y Margal, y para que saliera de este lugar como siempre quiso hacerlo, para que se salvara. Una vez fuera se olvidó hasta que tenía un hijo y dónde vivía y se compró una casa muy linda, con el tiempo, donde vive con una tipa que es farmacéutica y viene de una familia acomodada. Lo he visto alguna que otra vez, muy pocas veces, pero él hace como que no me conoce. Salvo aquellos que se quedaron igual o peor de lo que llegaron a mi vida, todos me desconocen estando en la calle.
Esta vez no sé por qué estaba aceptando depender de alguien, quizá por ver qué se sentía ser como siempre había deseado ser: ama de casa; o porque Pedro me lo estaba pidiendo-imponiendo, no sé…pero estaba dispuesta a hacerlo. ¿De qué viviríamos?, ¿cómo haríamos realidad los sueños de mi madre?, no tenía ni idea, todo era una gran incertidumbre que siquiera quería comenzar a develar por temor a despertar. “Yo puedo ser como todo el mundo”, eso me decía cada vez que pensaba en el futuro, así me alentaba, aunque no tenía bases sólidas para reforzar ese deseo necesitaba creerlo.
Mi madre volvió de llevar a mis niños y no perdió tiempo en lo que había dicho de “hablar seriamente”, se sentó a la mesa con nosotros y le dijo a él:
    -Bien, escucho cómo va a mantener esta casa-pedro la miró un momento y luego habló.
    -Señora, usted y yo no nos conocemos no porque yo me niegue a que sepa usted de mí, sino porque usted se niega a conocerme-mi madre sonrió por lo bajo y algo iba a decir cuando él la interrumpió-. Yo soy lo que ve, así soy, pero no soy ni mis ropas ni mi dinero ni nada de lo que pueda cargar o mostrar, soy los conocimientos que poseo, la vida que he tenido, mi historia, todo eso soy; soy lo que hablo y lo que no. Hasta mis silencios soy, ¿entiende?-mi madre lo miró fijo y contestó.
    -O sea que usted solo es este pedazo de carne con el que se encariñó mi hija, eso quiere decir, que no tiene más que buenas intenciones, que anda como bola sin manija cayendo donde pueda, viviendo de prestado, aprovechando el momento, ¡ eso quiere decir!-alzó la voz.
    -No, no es eso lo que he querido decirle, Graciela, usted reinterpreta lo que digo a su manera, lo adapta a la idea erróneamente formada de mí que ya tiene y si vamos a convivir no considero que sea correcto mantener preconceptos tan superficialmente armados como los ya dichos por usted-mi madre lo miró algo desconcertada.
    -¡A mi hábleme en criollo, señor mío!-le dijo levantando la mano y moviéndola como si frenase algo-, ¡no me de tantas vueltas y vamos a lo que le pregunté!-insistió.
    -Bien-dijo Pedro al notar que cuanto más le hablaba menos entendía-, si eso quiere saber eso le diré: tengo una especie de fideicomiso que uno de mis hermanos maneja y con eso vivo-contestó y calló creyendo que estaba contestada la pregunta.
    -¿Y eso qué es?-repreguntó mi madre. Él pareció buscar con la mirada en algún lugar del techo una respuesta.
    -Eso…es un dinero, un dinero que me pertenece y me fue quitado hace cuatro años atrás y quedó a su cargo. Él lo administra, él y mi madre, y si bien no me dan mucho, no me dan todo lo que yo quisiera, me alcanza y sobra para vivir-entonces sí asintió mi madre con la cabeza; había comprendido.
    -¿Y por qué no tiene usted su plata?-su curiosidad no sabía de modales.
    -Verá, Graciela…digamos que entonces no estaba en condiciones de tener nada a cargo…
    -¿Y ahora sí lo está?, ¿si les pide esa plata se la dan?-no se molestó en disimular su interés ni un poco. Pedro me miró, la miró y parecía a punto de levantarse para irse cuando decidió quedarse y saciar toda su curiosidad.
    -Dígame sin rodeos, señora, usted solo quiere saber si soy una persona pudiente y voy a mejorarle su situación económica, ¿no?-la desafió con la mirada.
    -¡Y para qué otra cosa nos serviría!, ¡conmigo no se acuesta así que por ese lado contenta no podría tenerme, querido!-su ocurrencia en vez de enojarlo lo hizo reír.
    -Eso último ni lo sueñe, Graciela, ¡solo me gusta su hija!-siguió la chanza y reímos los tres-. La realidad- continuó diciendo-es que puedo disponer de ese dinero que no es mucho hoy por hoy, pero solo si su gasto está bien justificado. Es decir, puedo pedirlo si lo necesitase todo pero debería justificar bien en qué lo invertiría-esta vez mi madre lo miró de otra manera.
    -¿Y qué sería para usted una buena inversión?-se levantó a preparar mate. Él ya se quería ir, eso se notaba mucho, pero por respeto siguió ahí y contestó una a una sus preguntas.
    -Bueno, una buena inversión podría ser volver a amueblar mi casa cuando la recupere-cuando dijo casa mi madre se giró y dejó de darle la espalda parada allí junto a la cocina mientras prendía la hornalla.
    -¿Entonces era verdad que ese caserón frente a la plaza es suyo?-dijo.
    -Sí-contestó él-, es mío.
    -¿Y es verdad que está usurpado por extranjeros como me contó Ángela?-insistió.
    -Es verdad-su voz se endureció al hablar de eso-, un día me encontré con que alguien lo había vendido por partes, por piezas, por cuartos, a dos familias paraguayas y luego, con el tiempo, éstas subdividieron sus partes y revendieron a otras familias de extranjeros: bolivianos, peruanos, chilenos… Recuperarla ha sido muy engorroso debido a que se trata de extranjeros y hay que sortear muchas leyes para no pasar por sobre sus derechos…
    -¡Pero ellos compraron esas partes, entonces, no usurparon la casa!-dije.
    -Pagaron a alguien que hizo papeles falsos de la casa, a quien sí la usurpó.
    -Pero, digo, ¡si pagaron fueron estafados, Pedro!-no pude no ponerme en lugar de quienes habían sido sorprendidos en su buena fe.
    -¡Eso a mí no me interesa- se levantó gritando de su silla-, es mi casa y me la van a devolver por las buenas o por las malas!-realmente se había molestado mucho. Mi madre le dio la razón.
Buscó los cigarrillos en mi bolso y el encendedor y disculpándose por el exabrupto salió a la calle a fumar. Llovía todavía. Se apoyó en uno de los postes de la entrada que sostenían el cerco con que mi madre delimitaba su jardincito y allí se quedó fumando y mojándose un rato. Mi madre me cebó un mate y sonriendo dijo: “después de todo nos vamos a ir a vivir a pleno centro”; dando por sentado que Pedro recuperaría su casa y su dinero.

   De la plaza General Benito Nazar, donde se encontraba la casa de Pedro, hasta la Avenida Doctor Honorio Pueyrredón había solo una cuadra; de ahí hasta la Avenida Warnes teníamos otras nueve y de la Avenida Warnes hasta el Cementerio de La Chacarita donde estaban enterrados el padre y abuelos de Pedro otras quince cuadras más. Ahí fuimos un domingo mis niños, él y yo. Ir no fue algo que saliera de él, no fue una necesidad de rendir homenaje o cosa parecida a sus seres queridos sino mi insistencia por conocer sus tumbas, llevarlo a ese lugar para comenzar desde ahí a exorcizar sus miedos del ayer era mi objetivo a cumplir. A él lo despertaban los fantasmas del pasado escurriéndose en sus sueños y lo desvelaban cada noche por entonces.
A mis hijos les plantee un paseo en colectivo, un domingo diferente, y a él el compromiso de seguir mostrándome su pasado aunque doliese.
Apenas descender del micro que nos llevaba nos quedamos viendo al gigantesco ingreso de veintiocho columnas de estilo dórico-romano color rosado que se erigía exhibiendo sus frisos donde Dios bajaba sobre los caídos en el día del juicio final, y sobre éstos la característica figura del arcángel que vela por los muertos. Vagos recuerdos de mi niñez me asaltaron en ese momento, recuerdos donde tomada de la mano de mi madre supimos ingresar a “visitar “ a mis abuelos domingo tras domingo cuando yo no tenía más edad que mis hijos; comprar flores en los puestos que se hallaban a los lados de esa entrada, elegirlas… Hasta el olor de esas flores juro que pude sentir entonces. Entramos a “La ciudad de los muertos” y nos perdimos entre sus calles empedradas custodiadas a ambos lados por vistosos panteones hermosamente trabajados, pero sumamente descuidados aquellos más viejos; aquí y allá, sobre las cúpulas, había estatuas de ángeles caídos, postrados, dispuestos a volar… Cruces en los frentes de esas construcciones, en las puertas de hierro, góticas, La Cruz de Lorena, griegas, latinas, ortodoxas, celtas…; todas estaban allí exponiendo silenciosamente la creencia que supo profesar el difunto y a quién encomendó el cuidado de su alma.
Como apariciones a los lados y en frente la gente cruzaba la calle por donde íbamos y se perdía entre los laberínticos pasillos que había entre una y otra construcción, algunas iban absorbidas por el “paseo” dominical, como nosotros, y otras trabajaban limpiando de olvidos los lugares. Mis niños jugaban a las escondidas desapareciendo sobre alguno de los lados y apareciendo más adelante desoyendo nuestros pedidos de que no se alejasen mucho:
    -Mis abuelos paternos están enterrados en algún lugar de este cementerio-dije-, anoche iba a preguntarle a mi mamá pero no quise hacerlo para que no supiera que vendríamos y quisiera acompañarnos.
    -Sabes que están pero siquiera te acordás si en tierra o nicho…-comentó.
    -No, era muy chica esas últimas veces que vine. Lo único que recuerdo bien es que mamá primero le ponía flores a la tumba de Perón y después íbamos a visitar a mis abuelos, eso recuerdo como si lo estuviese viendo-esos recuerdos me hicieron sonreír, recordar cómo jugábamos como entonces lo estaban haciendo mis hijos me hizo sonreír.
    -Mis abuelos los primeros años descansaron en tumbas separadas-comenzó a contar-, mi madre no quería que estuviesen juntos porque mi abuelo engañó a mi abuela con una mujer que supo trabajar en mi casa y mi abuela, dicen, murió por el disgusto. No sé si fue así, no lo recuerdo bien porque yo tendría unos nueve o diez años cuando mi abuela murió y solo me acuerdo de la cara de mi abuelo Fermín llorando abrazado a su cajón…
    -¿Él la quería mucho?-pregunté ignorando entonces que ellos llevaban cuarenta y cinco años de casados para cuando sucedió aquello; cuarenta y cinco años de aguantarse, de conocerse, de disfrutarse, de proyectos en común… Toda una vida juntos.
    -Mi abuelo vivía para ella-dijo sonriendo con un dejo de nostalgia-, y con ella se fue al poco tiempo; él sí puedo decir que murió de dolor, yo lo vi.
Seguimos caminando por esos senderos que olían a flores podridas y humedad, íbamos mirando los letreros que nos indicaban hacia dónde seguir y por dónde doblar para llegar hasta allí y no perdernos en el intento: todos los caminos conducían al fin a una tumba.
    -Es por acá-pareció recordar; para entonces nos habíamos adentrado mucho en ese lugar y salir me hubiese resultado imposible sin él-. El panteón de mis abuelos está cerca de la tumba de Gardel-señaló hacia uno de los lados más adelante donde en medio de paredes revestidas con placas de bronce se mostraban un par de estatuas: la del mismísimo Carlos Gardel trajeado y sonriente y más allá, sobre su tumba de mármol, la de una dama que parecía estar ofrendándole flores hincada sobre ésta.
Nos detuvimos ante los portales altos de hierro trabajado de un panteón de los años veinte o treinta en buen estado, a los lados de éstos se hallaban colocadas varias placas con frases y unos portarretratos de bronce con las fotos de los tres ocupantes de ese espacio: los abuelos paternos y el padre de Pedro. Él no tenía las llaves de ese lugar así que solo observó por los vidrios rotos de las puertas hacia adentro y no teniendo más que hacer, ni pudiendo, solo colocamos flores en los jarrones que se encontraban atornillados a la pared allí en el frente y luego volvimos; para entonces ya era mediodía o un poco más de mediodía:
    -Hacia mucho que no venía-dijo sonriendo por lo bajo cuando salimos de allí-, ¡casi olvidaba cómo era hasta la entrada!-prometimos volver y visitar entonces las tumbas de mis muertos.
  Almorzamos tarde en un puesto de comidas callejero que había cerca de la parada del autobús, recuerdo, y luego emprendimos el regreso con mis niños cansados pero contentos de haber vivido esa experiencia; con ellos, con tanta vida en ellos, era difícil que la experiencia de un lugar así fuese sombría y dolorosa. En el autobús durmieron todo el camino de regreso. Pedro aprovechó para contarme más sobre sus abuelos, sobre su padre y hasta sobre su profesión: Contador Público como su padre. Me contó de sus estudios en la Universidad y hasta de cómo y dónde conoció por entonces a quien fuera su esposa; todo eso disparó ese viaje ese domingo.
Volvimos sentados uno frente al otro, yo con uno de mis niños recostado sobre el regazo y él abrazando a los otros dos, uno de cada
lado. Hablaba de todo y se lo veía contento, como aliviado. Al llegar a la parada que nos dejaba a cinco cuadras de mi casa él cargó con uno de mis niños, yo con otro, y el mayor debió caminar aunque algo dormido a nuestro lado hasta la casa. Allí se acostaron todos en las camas que mi madre les había preparado semanas antes en su pieza y nosotros fuimos a la que ahora era “nuestra pieza”; todos estábamos cansados. Apenas acostarnos él me abrazó y dijo:-Gracias…-y así abrazados nos dormimos.

   Al día siguiente nos despertaron los golpes en la puerta de la cocina muy temprano. Fui a ver y allí afuera estaba nuevamente ese hombre que una vez supo llegar tan solo para hablar con Pedro. Abrí y lo atendí entornando la puerta:
    -Vengo a ver a Don Pedro-dijo acercándose.
    -Espere-le dije cerrándole la puerta en la cara; si algo no olvidaba era cómo me había tratado aquella otra vez. Fui hasta la pieza y le dije a Pedro de aquel hombre y que lo esperaba allí afuera, éste se vistió y salió; hablaron un rato casi en la calle misma y cuando parecía que Pedro estaba por entrar nuevamente a la casa éste solo se volvió sobre sus pasos y subió al automóvil con aquellos que estaban dentro y todos partieron a quién sabe dónde sin siquiera avisar. Yo me quedé mirando las luces traseras, rojas, hasta que se perdieron en la bruma calle abajo.
Pedro mantenía, muy a pesar de convivir ya “en familia”, secretos que evitaba a toda costa revelarme y lo seguían separando de mí de alguna forma. Esto de huir, o de irse sin avisar adónde, o de dejarme con alguna pregunta colgando más de una vez era algo a lo que no me iba a acostumbrar nunca pero no salía de él revertir; yo sentía entonces que no había entre nosotros la confianza suficiente como para hacerme totalmente parte de su vida, y él seguía dándome pistas de quién era, de quién había sido cuando quería y no cuando yo preguntaba. De mí pedía saberlo todo, era una necesidad casi insaciable de su parte conocer cada detalle de mi historia, de mis cosas, de mi vida y las de mis hijos y la de mi madre: TODO; pero de él yo solo obtenía pistas. Jamás terminaba de contar bien nada, todos sus recuerdos parecían cercenados en algún lugar y eran como libros a los que les faltaban hojas y él no sabía o no quería recuperar. Así todo el tiempo.
Este señor que lo había llevado esa mañana también fue un misterio entonces: ¿adónde lo llevó?, ¿por qué la prisa?, ¿qué hacían juntos…?. Yo lo asociaba con dinero porque había visto cuando Pedro le pagaba esa gran suma aquella mañana, pero más de suponer o imaginar quién podría ser no pasaba; quizá era algún socio de aquellos tiempos de contador…quizá un amigo… ¿Y si era un amigo por qué no lo tuteaba?, ¿y si era un socio por qué asunto le pagaba…?. Preguntas, Pedro me generaba muchas preguntas todo el día, estando en mis brazos o yéndose a quién sabe dónde, a quién sabe qué, me generaba demasiadas preguntas. Si bien yo nunca tuve el cariño verdadero de alguien y por eso no necesité hacer preguntas ni obtener respuestas, tuve parejas que solo me calentaron la cama, compañeros que ni huellas dejaron ni buenas experiencias, esta era la primera vez que me urgía saber, conocer, ser parte plena de la vida de alguien, de él; por eso ya me desesperaba su forma de ser, me molestaba demasiado:
    -¿Y ahora a dónde fue?-dijo mi madre sacándome de ese ensimismamiento en que me encontraba.
    -No sé-contesté-, no me dijo…otra vez no me dijo…-suspiré volviéndome hacia ella.
Ella iba a decirme algo pero solo quedó en el intento, nada dijo. Desde que él se hacía cargo de la casa no hacía falta nada, nos sobraba comida, ropa y cosas; compramos camas para mis niños y colchones y hasta veladores y mesas de luz para la pieza de mi madre desde entonces, un televisor nuevo, una radio, cosas… Él cambió muchas cosas en mi casa y hasta se mudó a mi pieza y también compró un mueble para mi ropa y la suya y otra cama y colchón y todo, todo nuevo. Le regaló a mi madre una batería de cocina nueva, enlozada, con hermosos motivos florales en azul y verde manzana que resaltaba sobre la vieja cocina de los años ´60 conque preparábamos cada almuerzo y cada cena ininterrumpidamente cada día desde que una vecina que supo ser su muy amiga se la heredó en vida como a su bien más preciado. Mi madre estaba encantada con él, ya nada decía de malo y siquiera le importaba si estaba o no conmigo: conque no le hiciera faltar las cosas se daba por complacida; pero en esos momentos en que ellos comenzaban a entenderse desde lo económico yo comenzaba a necesitar otras cosas que hacían a la confianza y fortalecimiento o no de nuestra pareja y hasta entonces no las tenía.
 Ese día recuerdo haber llevado a mis niños a la escuela y dudar si tomar ese mismo autobús que me llevaba de regreso a mi casa o aquel otro que me llevaría al centro, a su casa allí en la plaza o la casa de su madre o cualquiera de los sitios conocidos donde podría haberlo encontrado para preguntarle los por qué seguía dejándome afuera de su vida, por qué no confiaba plenamente en mí si hasta ahí le había dado todo lo que me nacía darle desde el alma, me estaba formando y transformando diariamente para él, me había dejado caer a sus pies vencida por amor como jamás antes…ni después con nadie. ¡Por qué!, ¿por qué en esas noches en que estábamos solos era yo lo más importante en su vida y proyectaba un mañana desde “nosotros” y decía ser feliz y todo eso, y apenas llegar retazos del pasado se aferraba a ellos y se iba abandonándome en un mar de incertidumbres…?. ¡Maldito desgraciado!, ¡maldito mil veces maldito por no ver más amor que el que supo tener y perdió y no éste que tenía y podría perder!; me estaba comenzando a hacer daño y no podía verlo, me estaba hiriendo por dentro y siquiera escuchaba mis lamentos, no veía mi dolor en mis nuevos silencios. No me veía…
Volví a mi casa y me encerré en mi cuarto, recuerdo, no quería hacer nada ni ver a nadie, solo quería estar sola. Era libre para hacer lo que deseara, eso era por demás sabido, pero si lo que deseaba era tenerme como a una especie de “soporte emocional” hasta recuperar sus cosas, su pasado aunque sea a medias…yo no iba a darle el gusto, ni yo ni mis hijos, ninguno de nosotros, si mi madre quería era dueña de hacerle caso pero yo no. Jamás fui una persona de dejarme dominar por nadie y no iba a ser precisamente con él que cambiase; si él seguía siendo tan o más libre que antes estando conmigo, yo iba a seguir siendo tal y cual era como antes de conocerlo. La única diferencia radicaba en que esta vez, y por todo lo ocurrido, yo debía buscar otra manera de ganarme la vida sin tener que volver a las calles.

      -¡Recuperé la casa!-recuerdo que entró gritando esa tarde, estaba exultante, radiante, feliz como jamás antes lo había visto. Entró y me abrazó y se dejó abrazar y felicitar por mi madre y le contagió la algarabía a mis niños alzándolos por sobre su cabeza y girando por toda la cocina con ellos colgados de sus hombros, en brazos, gritando-, ¡nos vamos de acá!-gritaba y mis niños reían y mi madre lloraba tapándose la boca sin poderlo creer.
    -¿La recuperaste?-pregunté una y otra vez-, ¡…esperá, esperá Pedro…!...-no se detenía ni tampoco el alboroto; no se podía hablar.
    -¡La recuperé, la recuperé, ya es nuestra otra vez!-dijo abrazándome. El corazón parecía que se le iba a salir del pecho; temblaba de la emoción-. ¡Nos vamos-dijo besándome-,volvemos a casa Laura!.
    -¿Laura…?-dije separándolo de mí.
    -¡Ángela-se retractó inmediatamente-, dije Ángela!-sonrió nerviosamente luego de darse cuenta de lo que había dicho.
Siguió divertido jugando con mis niños y le explicó a mi madre que había recuperado su casa, le dijo que al día siguiente la justicia desalojaría a los inquilinos por la fuerza ya que sus abogados habían logrado un fallo a favor y que al fin podría volver a ella, que “volveríamos a ella”, así le dijo, “volveríamos”, como si alguna vez nosotros también hubiésemos estado viviendo con él... Cuando se sentó al fin, ya muy cansado de jugar con mis hijos y de hablar tanto y a los gritos por la excitación, me llamó a su lado y así se quedó un momento solo mirándome con los ojos empañados por las lágrimas:-Volvemos…-dijo acariciándome la cara-, al fin volvemos.
Yo estaba más que sorprendida, no sé cómo describirlo…estaba…estaba confundida, sí, creo que esa es la palabra correcta: confundida. ¿Éramos nosotros en su mente la familia que supo perder años atrás?, ¿yo era para él su esposa fallecida?, ¿mis hijos aquellos hijos…?, ; quizá ahí encajaran todos sus silencios, todos esos momentos en que me sentí fuera de su mundo, de sus planes a futuro. Yo era Laura, mis niños sus niños y mi madre su madre… Era todo muy confuso.
Esa noche me desveló la incertidumbre de ignorar quiénes éramos en su cabeza, en sus sueños, qué lugar pretendía que ocupásemos en su vida. Pensé que al conocerlo solo era un hombre que esperaba que el destino le devolviese su sitio en el mundo: su casa; pero con el paso del tiempo y el conocernos y sentirse bien con nosotros, el querernos, el hacernos parte de sus deseos a futuro, había seguramente hecho que pusiese a trabajar a sus abogados. Pensé en que ese hombre que se lo llevó, el mismo a quien le pagara estando yo presente, debía ser el abogado a quien puso realmente a trabajar para recuperarla, eso pensé; y eso hizo. ¿Pero por qué entonces y no antes?, ¿por qué pagó por conseguirla después de conocerme, de conocernos?, ¿acaso inconscientemente buscaba recuperar a su familia, soñaba con eso, y nos idealizó como a tales…?; ¿mi accidente, cuidarme, acompañarme y mantener a mi familia entonces y hasta ese día eran acaso una idea en su cabeza del día después de aquel accidente?. Imaginé que quizá en su desesperación por volver el tiempo atrás pudo trastocar esta nueva realidad y volverme Laura, su Laura, en ese mismo instante en que me vio hospitalizada y después cuidó y veló por mí como lo hubiese hecho con ella, eso imaginé, imaginé luego y pensé que cada enfrenamiento con mi madre y su diligencia para con ella era su manera de disculparse con su madre por lo ocurrido; mostrarle que no volvería a descuidar a su familia, que viviría para ella, que se dedicaría a cuidarla y quererla cada uno de sus días.
Entonces toda yo era una incertidumbre sobre esto… Más preguntas, eso tenía, más y más preguntas sobre Pedro y nosotros. Si todo era como colegía entonces se explicaba no solo el apurar los trámites para recuperar su casa, el trato con su madre, sino también el que por medio de ésta comience a tratar con uno de sus hermanos, aquel que cuidaba de su dinero y lo había sabido llamar por teléfono cuando quiso comprar los muebles y las camas y cosas que compró. Todo eso se explicaba. Ellos seguramente estaban contentos por sentir que recuperaban a su hermano y a su hijo y él volvía trayendo de la mano a su pasado imaginario.
  Al día siguiente todos tomamos el colectivo a muy tempranas horas y fuimos llevados por Pedro hasta el departamento donde vivía su madre, desde allí, según él, iríamos con sus abogados hasta el caserón para que una vez desalojado él pueda ingresar y hacerse nuevamente con el mismo. Si bien yo no quería ir mi madre insistió y no tuve más opción que acompañarlos. Mis hijos estaban contentos porque no solo viajaban nuevamente en colectivo en menos de una semana sino que además faltaban a la escuela. Pedro no me soltaba la mano ni un momento desde apenas sentarnos para viajar, me la apretaba de vez en cuando sin darse cuenta y se disculpaba luego una y otra vez cuando se lo hacía notar. Ambos estábamos muy nerviosos pero por cosas diferentes.
Llegamos al hall de aquel edificio y, como cada vez, el hombrecito vino a saludarlo a Pedro afectuosamente y lo felicitó por haber conseguido al fin recuperar su casa, luego se percató de nosotros cuando él nos presentó como “su familia”.
Esperamos allí sentados hasta que bajaron dos hombres que según el hombrecito ya estaban en el ascensor y una vez todos reunidos fuimos hasta un auto que estaba estacionado cruzando la calle, un auto nuevo, azul, brillante; mis niños no disimularon su asombro al entrar, realmente estaban sorprendidos por tanto lujo. Los tres fueron sentados en nuestras rodillas; todos nosotros viajamos en la parte trasera y aquellos hombres en los asientos delanteros. Todo el trayecto ellos y Pedro hablaron de lo que se estaba haciendo en aquel lugar, de cómo actuarían las fuerzas policiales y qué se hacía generalmente al recuperar viviendas; todo eso iban hablando.
Mi madre se veía muy feliz, mis hijos también…todos menos yo.

    Cuando llegamos ya la policía había sacado a los inquilinos y cargaban sus cosas en camiones para llevarlas hasta un lugar determinado por las autoridades, un galpón seguramente, en donde podrían reclamarlas más tarde; había gente en toda la cuadra, en la plaza, en los alrededores… Había medios de prensa y radiales levantando la noticia y hasta un carro de asalto estacionado en uno de los lados de la plaza por si se originaban disturbios; los efectivos destinados a ese trabajo eran muchísimos ya que las familias y demás que se habían hecho presentes allí enfrente se mostraban nerviosos y hostiles. Había niños yendo de aquí para allá como perdidos, ancianos envueltos en frazadas sentados en los bancos de la plaza o en el suelo o alrededor de fogones improvisados que habían prendido para calentarse, jóvenes que arrojaban de vez en vez alguna piedra contra la muralla de efectivos que se protegía con escudos de espaldas al frontispicio del caserón ya desalojado y en el que solo trabajaban entrando y saliendo aquellos que seguían sacando cosas: muebles, cocinas, camas, heladeras, televisores, bolsas con ropa, cajas con cosas… Era un pequeño mundo de gente, un caos organizado en ese espacio frente a la plaza.
El automóvil en que llegamos se detuvo y todos bajamos y caminamos tras aquellos hombres abriéndonos paso entre la multitud hasta llegar a la barrera de uniformados:
    -¡Pedro-grité tocándolo en el hombro mientras aferraba a uno de mis pequeños contra mi pecho y él llevaba a los otros dos de la mano-…Pedro- insistí-, no creo que sea buena idea entrar ahora, Pedro!-éste apenas si me miró, no hizo caso de mis miedos y siguió avanzando imponiéndose con violencia a quienes no se corrían por propia voluntad.
Mis niños se giraban a cada paso y me veían y en sus caritas se notaba el miedo como seguramente pudieron verla en la mía, Pedro parecía ciego, no veía a nada más que a su casa y avanzaba; mi madre iba a su lado y actuaba de igual modo que él y aquellos otros hombres iban primeros. Cuando la gente comenzó a ver que no pertenecíamos a ellos y se nos estaba franqueando el paso para poder ingresar comenzaron a escupirnos, insultarnos y arrojarnos cosas, desde piedras hasta botellas vacías volaron por sobre nuestras cabezas hasta que fuimos protegidos por los escudos de los uniformados y acompañados hasta quedar tras las altas puertas de la entrada principal. Una vez allí lo primero que hice fue abrazar a mis niños y ver que no hubiesen sido heridos, los revisé uno a uno mientras se aferraban a mí asustados y lloraban diciendo que se querían ir de allí:
    -¡Animales!- gritaba Pedro golpeando con los puños las puertas cerradas-, ¡malditos animales!- estaba como loco.
    -¡Pedro-le dije-, tranquilo Pedro, los chicos están bien!
    -¡No les bastó con robarme sino que también pretendieron lincharnos los malditos…!-masculló.
Se acuclilló frente a mis niños y les preguntó si estaban bien, los acarició, les dijo que él los cuidaría, que no tuviesen miedo, luego tomó a uno de ellos de la mano y a un segundo en brazos y nos invitó a pasar a todos.
  Esa entrada principal daba a un gran salón que entonces se encontraba sucio, descuidado y en donde habían levantado paredes para subdividir espacios; los grandes ventanales de vidrios repartidos que daban a un patio interno se encontraban tan descuidados que el sol apenas si entraba por ellos. En las paredes había graffitis y pintadas varias sobre las manchas de humedad, la pintura de descascaraba y desprendía como hojas de papel seco aquí y allá, todo estaba sucio, el piso estaba regado de cosas que se caían de las cajas o bolsas que los trabajadores cargaban hasta los camiones, había muebles en los pequeños pasillos que habían dejado al agrandar hacia adelante los cuartos, las habitaciones tenían las puertas abiertas y hacia adentro solo se veía el desorden de haber sido vaciados con premura. Los cordeles con ropa tendida se cruzaban y entrecruzaban tanto en planta baja como en el primer piso en el patio de luz aquél, en los canteros que había sobre los bordes solo yuyos crecían, ni una flor, ni una planta decente, solo quedaba el paraíso, su paraíso añorado como único testigo de aquel pasado que él recordaba. Pedro caminaba y parecía no creer lo que estaba viendo, daba un paso y luego otro y otro pero dudando del lugar en que pisaba; lo desconocía todo, esa no era su casa, no era así lo que había dejado… Cuando llegamos al final de aquel pasillo nos encontramos con la escalera que llevaba a la planta alta y subimos. Ninguna pared se había salvado de los grafitis. En la planta alta los obreros trabajaban sacando cosas al corredor que daba la vuelta sobre el patio de luz, las amontonaban contra las paredes que delimitaban todo ese corredor y dejaban pequeños espacios por donde caminaban cargándolas hasta los camiones; allí había cuartos sin vaciar aún, algunos no habían sido tocados y se podía notar que sus moradores habían sido sacados por la fuerza ya que las frazadas de las camas estaban tiradas por el suelo y había cosas volcadas o fuera de lugar como si se hubiesen tropezado con ellas. Dentro de un moisés había una mamadera que por curiosidad toqué y aún estaba tibia:
    -…Esto es un desastre…-dijo Pedro-, nunca pensé que hubiesen podido hacer…¡esto!, con nuestra casa…-miraba en derredor con una expresión de incredulidad en la cara.
    -¡Es gigantesca esta casa!-gritó mi madre asomándose hacia el patio desde allí arriba; estaba feliz.
Un hombre que se encontraba en una de las habitaciones salió al pasillo al escuchar el grito de mi madre y al ver a Pedro se quedó parado bajo el umbral de la puerta viéndonos, parecía algo desconcertado:
    -¿Pedro…?-preguntó al fin cuando nos acercamos.
    -Carlos-dijo Pedro frunciendo el ceño mientras le tendía la mano para saludarlo. Se estrecharon la mano porque Pedro se negó a darle el abrazo que aquél pretendió recibir.
    -…Tanto tiempo-lo miró de pie a cabeza como si no hubiese esperado verlo nunca-, tantos…años, hermano…-dijo. Se quedó callado mirándonos a mi madre, mis hijos y a mí como esperando ser presentado o que nos presentara Pedro pero esto no sucedió, Pedro siguió mirando en derredor lo que habían hecho con su casa y nosotros nos quedamos incómodamente parados allí; al final me tendió la mano y se presentó:
    -Carlos Facundo Izaurralde-la estreché levemente.
    -Ángela Soto-contesté. Nos quedamos mirándonos un momento como buscando qué decir pero nada dijimos, él se volvió hacia Pedro y sin acercarse del todo solo comentó algo sobre los trámites a seguir para completar la recuperación legal del lugar.
 Pedro miraba aquel patio interno apoyado sobre los bordes de las barandas de hierro forjado que separaban ese pasillo del vacío, miraba sin ver, estaba como ido, se había quedado quieto allí y parecía que el mundo había desaparecido alrededor: nosotros, el caos, el bullicio afuera, todo, todo se había ido y solo estaba él y su casa, sus cosas y su pasado nublándole la vista. Intentar entrar en su mundo en ese momento hubiese sido una utopía. Me pregunté qué lugar ocuparíamos desde entonces en su pensamiento, si estaríamos sobre debajo o a la par de sus recuerdos, si existiríamos a su lado o pasaríamos a ser una especie de universo paralelo del que entraría y saldría a su antojo cada vez alentando sus ideas de estar viviendo el después de esa fatídica noche o si en algún momento nos vería como lo que éramos en realidad y no una la imagen idealizada de familia.
Por mi cabeza pasaban mil preguntas y todo era tan confuso que me asustaba.
En uno de los cuartos había una ventana abierta que se entornaba por el viento que corría allí adentro y se golpeaba una y otra vez retumbando esos golpes en ecos acrecentados por el vacío, recuerdo haber ido hasta ella y haberla cerrado para evitar que los vidrios se rompieran y entonces ver abajo, entre la multitud que se movía hacia uno y otro lado acomodándose en los espacios de la plaza a una niña, una niña abrazada a su muñeca, descalza, mocosa, mirándome ensimismada mientras el viento se enredaba en sus cabellos revueltos y le pegaba las ropas al cuerpo apenas abrigado y luego las soltaba y las volaba… Nos miramos un momento hasta que alguien la llamó más allá y se fue bajo las plantas volteando de a ratos para verme. Me vi reflejada en ella, fue inevitable:
    -Pedro-dije yendo hacia él-, Pedro quiero irme-lo toqué para que me prestara atención pero no salió de su quietud.
    -¿Querés que te lleve?-se ofreció su hermano. Lo miré, miré a Pedro y viendo que éste nada decía, que seguía caminando y viendo y callando todo lo que sentía alejándose de nosotros, acepté; llamé a mis niños y nos fuimos con él.
  Salimos presurosos tal y como entramos y cuidados por los policías que seguían en la puerta, luego de cruzar la esquina y salirnos de entre la multitud subimos a un automóvil que estaba estacionado más allá y nos fuimos de prisa para evitar que nos dañaran. Para entonces era más de medio día y mis niños nada habían comido aún. El viaje hasta mi casa era largo así que Carlos se ofreció a pagarnos un almuerzo ligero en una hamburguesería y aceptamos, yo estaba cansada y muy nerviosa por todo lo ocurrido, necesitaba fumar un cigarrillo así que los dejé almorzando y salí al estacionamiento y allí fumé; me temblaban las manos:
    -¿No vas a comer nada, Ángela?-se llegó él hasta mí trayendo una lata con gaseosa.
    -No tengo hambre, gracias-esbocé una sonrisa que fue más una mueca que tal. Él se quedó sosteniendo la gaseosa, se notaba que quería preguntarme algo pero no sabía o no se atrevía a hacerlo-. ¿Qué querés saber?-le dije-, ¡si querés saber qué soy en la vida de tu hermano lamento decirte que a esta altura de los acontecimientos no sé, no sé qué lugar ocupo en su vida, si soy parte de su pasado o soy lo que quiere en su futuro…no sé!-agregué resignada a esta incertidumbre.
    -¡¿Qué sabés de mi hermano?!-preguntó.
    -Nada-contesté-, solo lo que él ha querido contarme que es bien poco-tiré la colilla del cigarrillo al asfalto y la pisé con la punta de los zapatos.
    -¿Y qué te ha contado?-insistió en saber.
    -Me conto un poco de ustedes, de su familia, de tu madre, de sus abuelos y tu padre y…y del accidente que sucedió hace cuatro años atrás, eso me contó; también de esa casa que le usurparon cuando él no estaba y de que su profesión es Contador Público, eso, no mucho más-busqué en mi bolso otro cigarro y lo iba a encender cuando me dijo si sabía dónde había estado Pedro cuando le fue usurpada su casa-. No-le dije-, nunca me dijo dónde estaba cuando sucedió eso, solo me contó que se ausentó una mañana y esa gente se metió a vivir allí.
Hasta ese momento solo había tenido la lata con gaseosa en la mano pero entonces la abrió y tomó un sorbo, me miró, miró al suelo y como dudando en si decirme aquello o seguir callándolo solo lo soltó como a un impulso:
    -Esos dos años Pedro estuvo internado en una institución psiquiátrica-dijo; lo miré boquiabierta, no me esperaba que dijese eso-, ¡luego del accidente se volvió loco!-movió las manos cerca de la cabeza como queriendo explicar que todo se había trastocado allí, justo en su cabeza, en su mente-. Se encerró en esa casa por meses-siguió contando- y no permitió que nadie se acercara siquiera, ni mi madre ni mi hermano ni yo, ¡nadie!; y nos decía cuando íbamos, gritándonos desde el otro lado de la puerta, que Laura y los chicos dormían, que no podía atendernos entonces, que volviésemos otro día… Y Laura y los chicos hacía tiempo habían muerto…
Mientras él hablaba yo sentía que el corazón me latía muy fuerte, sentía una mezcla de miedo y angustia y desesperación, todo junto; me sentía descompuesta.
    -¿Él…salió curado de ese lugar o solo se fue?-alcancé a preguntar.
    -Le dieron de alta hace un par de años, si mal no recuerdo, le dieron de alta pero mi madre y yo quedamos a cargo de sus cosas desde entonces; él debe seguir un tratamiento, debe ir a las consultas con sus médicos cada mes para poder cobrar el dinero que le corresponde. Mi madre y yo sabemos de él, que está bien, que está vivo, solo porque va a cobrar ese dinero, si no fuese así seguramente nunca hubiésemos sabido siquiera dónde andaba-me señaló mientras tomaba otro sorbo de gaseosa.
    -¿Y qué quieren saber tu madre y vos ahora?-pregunté al ver la dirección que tomaba la charla-, ¿quieren saber quién soy y qué hago con él?- me puse a la defensiva.
    -No…nosotros solo queremos conocerte…saber con quién vive, si está bien…-fue con eso último que dijo en que sentí que me hervía la sangre.
    -Cuando lo conocí a Pedro vivía tirado en esa plaza-le dije parándome frente a él- y no los vi ni a tu vieja ni a vos cuidándolo-di un paso hacia él y él retrocedió-, ¡se moría de frío como un perro abandonado y a nadie le importaba, eso te lo puedo asegurar!-insistí en caminar hacia él hasta arrinconarlo contra un auto- y ahora que está bien, que está cuidado y contenido ¿se vienen a preocupar por él?-lo miré fijo a los ojos y le dije:-¡Miráme, miráme bien porque no soy de andar con vueltas y no me ofende lo que soy ni lo que he sido porque en la calle aprendí a ser persona ¿entendés?, soy puta, eso es lo que soy y espero que tanto tu vieja como vos se queden tranquilos al saber con quién vive tu hermano: con una puta vive, con una puta y sus hijos y su madre-noté como se incomodaba al no poder zafarse de esa situación y querer a su vez calmarme-, pero una puta que cada día y cada noche sabe dónde y cómo y con quién está porque lo quiere, ¿entendés?.
    -…Sí, sí entiendo…
    -Bien-dije y me volví para ir a buscar a mis hijos-, entonces espero que sepan respetarme como yo los voy a respetar-agregué-, porque puta no es sinónimo de basura ¿entendes?-asintió callado mientras caminaba a mi lado-, por eso voy a exigir el mismo respeto que dé.
Caminé hacia el restaurante con paso firme y decidido con la idea de tomar a mis hijos y subirme al primer autobús que me llevase cerca de mi casa pero él no quiso, insistió en llevarme y luego de tranquilizarme un poco acepté y nos fuimos.
Esa fue la primera y única vez que él y yo hablamos del tema.
  Llegamos a mi casa ya de tarde. Recuerdo que Carlos manejaba cautelosamente entre las calles poceadas y rotas de la villa, iba despacio, su cara era una mezcla de miedo y atención en cada tramo de esos estrechos laberintos oscuros apenas iluminados aquí y allá. Su automóvil era de los caros y podría haber sido un buen blanco para ser robado pero la suerte nos acompañó y llegó y se fue sin sobresaltos. Cuando llegamos insistió en ver que entrásemos a la casa como para quedarse tranquilo de que nos dejaba a salvo y fue allí, en ese momento en que apagó el motor del automóvil y estaba por volverlo a encender, en que lo invité a pasar; no sé por qué, solo me nació hacerlo. No dudó en bajarse, parecía estar esperando esa invitación. Entramos y mientras encendía las luces él cerró la puerta y se sentó a la mesa mientras miraba en derredor cada cosa de la cocina. Seguramente lo que yo llamaba casa no era lo que él llamaría casa y por eso su curiosidad:
    -¿Tomás mate?-pregunté luego de encenderles el televisor a los niños en la pieza de mi madre.
    -…Sí-contestó-, no siempre pero tomo-sonrió. Puse la pava en la hornalla y comencé a preparar el mate bajo su atenta mirada; me incomodaba un poco-. ¿Cómo se conocieron vos y Pedro?-dijo entonces. Todo el camino había estado muy callado aunque se notara que tenía muchas preguntas por hacerme y entonces no las hizo.
    -En la plaza frente a su casa-contesté-, fue una casualidad, me senté en uno de los bancos a descansar y justo fue aquel que estaba donde él dormía-lo miré, él y Pedro tenían cierto parecido aunque él era más joven y se notaba que de su “mundo de niño bien” jamás había salido.
Todo él, su forma de vestir tan formal, de hablar con propiedad, sus modos casi delicados, todo, todo lo mostraba como a un tipo con plata; de buen pasar económico. No me quitaba los ojos de encima ni un segundo. Durante el viaje me había visto por el espejo todo el tiempo también:
    -¿Hace mucho de eso?-insistió en saber.
    -No, hace unos meses-dije mientras llevaba a la mesa las cosas del mate. Me senté frente a él y le convidé uno. Lo tomó despacio-. ¿Qué te causa tanta curiosidad de mí?-le pregunté al final mientras sacaba mis cigarrillos del bolso.
    -No…-titubeó un momento antes de contestar-, es que…¡no lo tomes a mal!-dijo anticipando mi posible reacción-, pero es que te pareces tanto a Laura…-que dijera eso me descolocó, hasta entonces solo creía ser parte de la imaginación de Pedro, de sus recuerdos trastocados y vueltos sobre mí y mi familia pero nada más, no imaginaba siquiera que hasta un parecido con aquella otra podía llegar a tener.
    -¿En qué me parezco?-dije queriendo mostrarme tranquila por fuera para no quedar en evidencia con él. Me molestaba muchísimo saberme siquiera parecida a ella.
    -En todo-sonrió-, tenés el mismo corte de cara, un gran parecido en lo físico…solo el color de pelo y el de los ojos no son iguales, Laura tenía ojos claros y cabello castaño -agregó moviendo las manos como dibujando la forma del cabello en el aire. Lo miré como para mandarlo a la mierda pero me contuve, después de todo las casualidades existían…
    -Qué edad tenía ella cuando murió-pregunté. Le convidé un cigarrillo pero dijo que no fumaba y no aceptó.
-Treinta y seis años tenía-dijo bajando la vista-, los cumplió en abril, recuerdo, dos meses antes…-se quedó un momento como recordando esos tiempos.
    -¿Era la fiesta de tu hijo a la que iban?-seguí preguntando sin piedad, consciente de estar hurgando en hondas heridas pero necesitada de respuestas para poder seguir o dar pasos hacia atrás de ser preciso.
    -Sí, bautizábamos a mi hijo-sonrió-, vinieron familiares hasta de España ese día-y moviendo negativamente la cabeza agregó:-Fue todo una locura.
Treinta y seis años…hasta en la edad casi me parecía; me quedé pensando en eso mientras él hablaba de esa fiesta y sus familiares. Aunque parezca una locura en esos momentos sentía por ella algo muy similar a los celos, me ardía en el pecho una rabia irracional por todo lo que esa mujer despertaba aún en ellos, en esa familia, en sus recuerdos. Me empezaba a preguntar muchas cosas sobre ella pero estaba en la encrucijada de querer saber y de necesitar ignorar para no hacerla parte de mi vida también, de competir inconscientemente con un recuerdo:
    -Cuántos años estuvieron casados Pedro y ella-no podía evitar preguntar, necesitaba saber.
    -Unos diez u once años, si mal no recuerdo-dijo apoyando los codos en la mesa-, el mayor de sus niños tenía esa edad. Ellos se casaron estando Laura embarazada de él.
Uno de mis niños se apareció en la cocina buscando pan para llevarse a la pieza y saqué del mueble donde lo guardábamos y le di mientras lo acompañaba a la cama nuevamente; los otros dos se habían dormido mirando televisión. Miré la hora en el reloj despertador que mi madre tenía sobre su mesa de luz y acusaba ya las 21:30 horas. El tiempo corría veloz entre nosotros. Cuando salí de la pieza de mi madre me encontré con Carlos en el pasillo, me había seguido y estaba allí parado mirándonos en silencio. Su presencia me incomodaba un poco, desde conocerlo solo parecía vigilarme, estar curioso de mí y mis hijos y mi vida:
    -¿Pedro duerme acá?-preguntó señalando la puerta de mi pieza que se hallaba entornada.
    -Sí, ahí dormimos nosotros-dije cruzando por uno de los lados evitando tocarlo siquiera.
    -¿Puedo…?-señaló hacia adentro pidiendo permiso para entrar. Lo dejé hacer, si bien no entendía qué buscaba, qué quería ver o encontrar, no era algo que me molestara su curiosidad por las cosas de su hermano sino la forma en que me veía; realmente comenzaba a inquietarme mucho. Anduvo viendo las ropas de Pedro que había en el mueble, las que estaban sobre una silla de su lado de la cama, las cosas que guardaba en los cajones de su mesa de luz… Miró por la ventana que daba a la calle y se quedó un momento ahí parado solo viendo hacia afuera con las manos metidas en los bolsillos del pantalón-. ¿Te gusta vivir acá?-dijo volviéndose hacia mí-, ¿te gusta este lugar, tu “trabajo”?-no sabía entonces qué quería decirme ni con qué intención por lo que inocentemente solo respondí que estaba acostumbrada a esa vida, que no conocía otra así que ni me molestaba ni dejaba de hacerlo, solo vivía, nada más que eso: vivía-. Si te propusiera mejorar tu vida-dijo entonces caminando hacia mí como pensando en voz alta-, vivir en un mejor lugar, tener una mejor escuela para tus hijos, un trabajo para vos…-se detuvo a un par de pasos de distancia y preguntó:-¿Aceptarías?- me sorprendió la propuesta, no sabía qué encerraba la misma.
    -Según-dije-, ¿a cambió de qué me darías todo eso?, ¿por qué le propondrías a una extraña como yo cambiarle la vida?- me planté frente a él desafiante.
    -A cambio de que dejes a mi hermano-frunció el ceño; su voz tuvo entonces un tono imperativo que hasta entonces no. Nos miramos fijamente, ni uno ni otro estaba dispuesto a someterse siquiera en actitud-. Él debe volver a retomar su tratamiento y estar con vos, con tus hijos, en este lugar…-miró como asqueado hacia uno y otro lado-, no le hace bien.
    -¡Vos qué sabes lo que le hace bien!-levanté la voz-, ¿ahora te preocupa cómo vive?-casi grité.
    -Tranquila-levantó las manos-, tranquila que no busco hacerte mal-dio un paso atrás-, solo te pido que pienses en tu bienestar, en tus hijos…
    -¡Salí de mi casa y no vuelvas a acercarte a mí jamás!-le señalé la puerta. Nunca me había sentido tan indignada como entonces.
Pasó a mi lado sin siquiera levantar la vista y estaba por salir de la casa cuando se volvió y sacando de uno de sus bolsillos una tarjeta solo dijo:-Llamáme si cambias de parecer-y dejándola sobre la mesa se fue. Cerré con dos vueltas de llave apenas hubo salido y luego lo vi tras la ventana hasta que se alejó. Fueron segundos, solo segundos en los que por fin se mostró tal y como era y me humilló sin siquiera inmutarse.
Ilusa, solo una ilusa podría haber creído siquiera un segundo que ese tipo de personas podrían aceptar a alguien como yo en su círculo…Lloré de rabia, de impotencia, por primera vez me sentí realmente una cosa a la que se le podía poner un precio y dar por sentado que eso valía.

   Mi madre llegó un par de horas más tarde en un taxi, llegó sola. Para mi sorpresa Pedro no vendría esa noche porque según ella se había quedado en su casa a ordenar, eso dijo, que quería comenzar lo antes posible a ordenar una parte de ese lugar para que todos pudiésemos ir a vivir allí. Ella estaba exultante, hablaba de ese lugar como un sitio soñado, algo idealizado, y me contaba una a una las cosas que había visto y lo que Pedro y ella habían estado planeando hacer con cada espacio y qué pretendían restaurar y qué no… Yo solo la miraba y pensaba en lo mucho que ella deseaba vivir allí y cuánto me desesperaba no poder decirle que no compartía en lo absoluto ni su alegría ni sus anhelos, nada de eso, que a esas alturas de los acontecimientos solo deseaba huir de todo y todos y no volver jamás a dar explicación alguna sobre mis actos como lo había hecho cada día de mi vida justificando hasta el respirar. Yo solo quería ser feliz, solo eso, ser feliz como parecía ser el común de la gente, vivir tranquila, encajar en este mundo…pero todo, cada cosa que hice en cada momento de mi vida y hasta eso que me sucedía entonces era un caos; era un caos emocional, un caos mental y quería huir, me pesaba cargar con tanto ya:
    -El hermano de Pedro me ofreció comprarme una casa y un futuro si aceptaba dejar a Pedro-le dije al fin entregándole la tarjeta aquella que aquel me dejara-. Solo tengo que llamarlo y él se encarga de todo- agregué. Ella se llamó a silencio entonces y tomó y miró aquella tarjeta sin comprender bien los por qué de aquél ofrecimiento. Se sentó y me quedó mirando-. Dijo que Pedro debe volver a retomar su tratamiento psiquiátrico y que nosotros, yo…no le hacemos bien-no pude evitar que se me cayeran las lágrimas al admitir de alguna manera que no era la persona correcta para él.
    -¿Pero…él está en tratamiento?-solo dijo.
    -Sí-contesté-, me contó que después del accidente tuvieron que internarlo en una institución mental y que salió de ahí hace un par de años, más o menos-a mí me dolió más que a ella resignar los sueños de futuro esa noche.
    -¿Aceptaste…?-preguntó visiblemente consternada por conocer esa parte de la historia de Pedro.
    -No dije nada-contesté-, no sé qué decir…-en esos momentos realmente dudaba en ser de ayuda, en ser quien él necesitaba cerca.
Nos quedamos en silencio las dos, ninguna sabía qué decir ni cómo reaccionar ante todo esto. Estoy segura que ella, como yo, no pudo evitar pensar en ese camino fácil que se nos abriría con un simple “sí”, un “sí” que encerraba años de utópicos sueños hasta entonces, de sacrificios que ya dejarían de ser tales, de hambre, de fríos, de madrugadas y calles oscuras y humillaciones… Todo eso encerraba un simple “sí”. Para ella encerraba el final de un largo camino que hasta entonces había estado más que lejos: imposible de llegar; y para mí…para mí resignar el amor que jamás antes supe tener por nadie hasta entonces. Resignar, esa es la palabra que puedo decir con seguridad marcó mi vida desde el mismo día en que nací, resignar mi vida en pos de otras vidas, mi tiempo, mis sueños, todo, ¡todo resignarlo siempre para que todos consiguieran lo que querían sin siquiera notar ni valorar mi esfuerzo…!; resignar , siempre resignarme… Con el tiempo, con los años y el reloj que comienza a gotear su tic-tac conscientemente resignar deja de ser una simple palabra, una acción bondadosa, y pasa a ser casi una condena autoimpuesta para jamás lograr ser uno; es como aceptar no poseer identidad, como ser siempre la sombra de algún otro, como un grito que nadie escucha… eso es en lo que te convierte el acto repetido de resignar: no ser nada ni nadie:
    -Tendrías que aceptar-dijo-, si Pedro no está bien de la cabeza vivir con él sería una lotería: hoy podría darte todo y mañana quitártelo-su voz entonces había cambiado y el tono era imperativo.
    -Pero, mamá…-intenté hacerle saber mi parecer pero no me dejó.
    -¡Nada de peros-golpeó la mesa con la mano-, primero están tus hijos, después tus hijos y último tus hijos!-gritó-. ¡Te proponen al fin un futuro como el que siempre soñamos y no podés negarte a aceptarlo!.
    -¿Soñamos?-dije levantándome de la silla en que estaba sentada frente a ella a la mesa-, ¿soñamos decís?, ¡cuándo dije yo soñar con algún futuro si vos te hiciste con todos mis sueños siempre!-repliqué-, ¡de qué sueños me hablás si nunca supiste siquiera qué carajo pienso, mamá!.
    -¿Qué decís?- se levantó también de su silla y vino sobre mí con su dedo acusador en alto como cuando niños ese solo gesto marcaba el final de cualquier discusión imponiendo sus decires por sobre cualquier otro posible-, ¡no seas desagradecida!-me gritó-, ¿toda mi vida dedicada a vos y a tus hijos y me decís que te robé los sueños?, ¡vos me robaste los sueños, vos y tu perra costumbre de quedar preñada todo el tiempo y parir como una maldita coneja y llenarme de trabajo y responsabilidades se robaron mis sueños!-di pasos hacia atrás y me siguió gritándome en la cara toda su bronca acumulada quién sabe por cuántos años y años-, ¡vos y tus machos, esos vagos que metías en esta casa y a los que yo tuve que aguantar, a los que les limpié sus mugres y cociné y traté hasta que se cansaron de cogerte y te abandonaron preñada, siempre preñada!-su cara estaba desfigurada por la bronca, su voz ronca de gritar-. ¡De qué sueños me hablás, de cuáles si ni tiempo de soñar una nada me dejaste con tanta obligación!-dijo y se volvió como para irse cuando no me pude contener y le dije aquello que jamás debí decirle.
    -¡Vos me hiciste puta, lo hiciste para dejar de revolcarte gratis con esos desgraciados que hicieron que mis hermanos se fueran, no tenés de qué quejarte!-entonces giró sobre sus pasos y me abofeteó no una ni dos ni tres veces, lo hizo hasta que las manos le dolieron y yo me cansé de pedirle que se detuviese…
    -…Te vas de mi casa…-me dijo con la voz entrecortada- te vas y no quiero volver a verte nunca más ¿me escuchaste?-le respondí que sí, que entendía, que había escuchado-. Tus hermanos por lo menos tuvieron la decencia de no faltarme al respeto jamás…solo se fueron-agregó llorando.
    -Mamá…-me levanté del rincón donde me había quedado acurrucada protegiéndome de sus golpes y quise disculparme pero no me dejó, no quiso, se encerró en su pieza y yo quedé allí sola lamentando mis dichos.
  Nunca quise dañarla, jamás antes lo había hecho, fue esa noche y todo lo que había pasado y lo que pasaba por mi cabeza lo que generó esa falta de respeto de la que hasta hoy me lamento. Yo no era así, no era de contestar a mi madre y mucho menos de decirle tales cosas como las dichas con el único fin de abrirle heridas como aquellas hechas por mis hermanos.
La había visto llorar muchas veces, demasiadas, pero jamás había sido yo quien causara esas lágrimas…hasta esa noche.
Recuerdo haberme ido a mi pieza luego de aquella discusión y desvelarme hasta que amaneció pensando adónde ir a vivir, cómo empezar desde cero.

   La noche, esa misma noche que me parió a esta vida de mierda me mantuvo despierta una vez más pero entonces cavilando mi presente y mi futuro entre el humo de cigarros a medio terminar. Pensando y repensando todo lo vivido como buscándole ese espacio por donde se me pudo escapar la última oportunidad y no la vi, lamentándome de no haber cambiado a tiempo mi destino, de no haber hecho de mí algo diferente, alguien de provecho, y no esto que era. Yo no era mi creación, no había buscado nunca realizarme en lo que realmente me gustaba, no me había permitido siquiera querer ser algo más que esta persona sin más aspiraciones que las de traer el pan a la mesa cada día y poder vestir a mi familia y mantener conforme a mi madre. Nunca me puse antes a pensar qué hubiese sido de no ser puta, en qué lugar de este mundo naturalizado de la pobreza, de las necesidades, de lo marginal, hubiese estado de no haber seguido el camino marcado por mi madre; qué hubiese sido de ella también de no habernos quedado como nos quedamos a ver pasar la vida como a un tren en el que siempre se suben los otros, en el que viajan rumbo a sus sueños los que pelean por ellos y se lanzan al camino sin miedo de perderse porque creen en ellos…
Todo eso pensé esa noche mirando al techo recostada en mi cama.
Pensé en Pedro, pensé en ir a buscarlo esa mañana muy temprano antes que mi madre despertara y decirle que ya nos mudábamos mis hijos y yo a su casa y comenzábamos lo antes posible esa farsa de familia que él quería, que le pedíamos la plata que su hermano tenía en custodia y le jodíamos la vida al desgraciado haciéndole un hueco en su cuenta bancaria y me le reía al fin en su cara de “niño realizado” (¡maldito burguesito…!). En su madre pensé también, en su madre y lo que diría de mí, de mi familia y el parecido que teníamos con aquella otra familia de Pedro que su hermano supo ver, en eso pensé, en qué cara pondría al vernos, en si el impacto sería tal que hasta un infarto podríamos provocarle sin querer a la pobre vieja… Pensé en cómo sería ella, en si me querría fuera de la vida de su hijo también o si por el contrario no sabía nada de lo que Carlos había llegado a proponerme y de saberlo se pudiese indignar tanto o más que yo y si me llegaría a pedir que me quedase con él, que lo siguiera cuidando, que lo hiciese feliz. Todo eso pensé mientras brillaba con cada pitada la llama enrojecida de los cigarros en la oscuridad de mi pieza y de cuando en cuando veía arrastrarse por las paredes la luz de algún auto que pasaba raudamente calle abajo. Pensaba y repensaba cada palabra escuchada y dicha esa noche a mi madre, en la sensación de paz y desahogo apenas dicho aquello y más tarde el sentirme una desgraciada… Jamás debí decirlo.
En el hermano de Pedro pensé también, en la forma en que se me acercó y cómo me supo llevar desprevenida hacia lo que realmente quería proponerme y lo inocente que fui en creer que siquiera podía parecerse a Pedro, ¡ser más persona!; eso lo pensara como lo pensara me provocaba rabia cada vez. En su propuesta pensé, en aceptarla pensé, en llamarlo y decirle que si iba a comprarme una casa a cambio de alejarme de su hermano que ésta debería estar puesta a nombre de mis hijos, pensé, y en que hasta no ver los papeles así no iba a cumplir mi parte del trato… En tener algo propio, un lugar en donde no me sintiera que siempre estaba de prestado, pensé: “mi casa”, “mi espacio”, “mi lugar en el mundo”; en eso que siempre fue una idea y ahora podía ser un hecho, pensé. Tuve toda una larga noche para llenar de más y más inquietudes mi cabeza con cada minuto que se escurrió lento en el silencio.
Pensé en lo que sentía por Pedro, en cómo me había hecho creer especial todo ese tiempo y cuánto me gustaba estar con él, en eso sobre todo pensé, en la forma que había tomado lentamente la soledad sin él en mi cama, en mis proyectos, en mis manos vacías: pesaba; la soledad era entonces un ser con cuerpo y alma que me abrazaba y me hacía sentir miserable y abandonada y me dolía en el pecho un segundo una hora o todo un día si él no estaba a mi lado. Vulnerable, así estaba sin él, en eso me había convertido a su lado: en una mujer frágil y vulnerable que dependía de su presencia para sentirme plena y segura. Una nada, sin él me sentía una nada. ¿Pero cómo seguir con él si yo era un anhelo de pasado en su cabeza?, ¿qué lugar podía ocupar en su futuro si ni en su presente seguramente estaba?, ¿cómo cuidar de él, de mí, de mi familia si entonces me había vuelto dependiente por completo?; no sabía. Esa noche me cubrió con su velo de oscura incertidumbre hasta entrada la madrugada, hasta ese minuto o esa hora o ese lapso de somnolencia en que la única respuesta posible se me apareció como una revelación: ¡irme!; debía irme para reinventarme en otro sitio como a un ser nuevo, eso debía hacer, y eso hice.
 Esa madrugada empaqué en un bolso toda la ropa “decente” que tenía, recuerdo, dejé sobre los muebles y en los cajones aquello que pertenecía a esa etapa de mi vida que quería abandonar: los perfumes, las pinturas, el carmín rojo y las prendas escotadas; los zapatos de finos tacones y las carteras llamativas. Todo eso dejé. Dejé mi falso abrigo de piel colgado en el armario, mi piel de puta, y me vestí desde ya para ser otra. Temprano fui hasta la cabina telefónica que estaba afuera de la salita de primeros auxilios a cuatro cuadras de distancia y llamé al número que tenía anotado en un papel viejo y amarillento que supe guardar celosamente hasta entonces aunque aún no sabía para qué:-Cármen-dije apenas escuchar la voz adormilada al otro lado del teléfono-, soy Ángela-mi nombre la despabiló-, ¿todavía tenés ese lugar para mí que me ofreciste aquella vez?-pregunté y contestó afirmativamente a mi pregunta-. Entonces esperanos mañana por ahí-dije segura de la decisión tomada-, me voy con mis nenes.
Ese día dejé que fuese un día como todos los otros para mi madre, dejé que llevase a mis hijos a la escuela y entonces me diese tiempo para empacar sus cosas sin que nada supiera, dejé que cocinara a la hora acostumbrada y almorzásemos en silencio sopesando cada quien sus exabruptos, y dejé que se fuese a dormir temprano, como siempre también, su siesta que duraba hasta las 16:30 horas y de la cual siempre despertaba para preparar la merienda a mis niños pero que esta vez, y ya no más, no debería preparar porque para entonces nosotros ya estaríamos viajando. Todo eso dejé que hiciera ese día, ese último día, y entonces la dejé.

   El autobús partió a las 18 horas de la Terminal de Ómnibus de Retiro, recuerdo que el día estaba algo nublado y hacía mucho frío, que mis hijos estaban alegres porque íbamos a viajar y que les mentí ir de visita a otra ciudad unos días, eso recuerdo; las sombras que caían como un velo sobre Buenos Aires, recuerdo también, y las voces del pasaje que se fueron apagando a medida que nos alejábamos de las luces de los barrios, de sus calles transitadas, del ruido y el rojo de cada semáforo que nos obligaba a detenernos y al final…al final se abrió la noche y nos tragó en medio del campo. Aunque recién comenzaba mi viaje, para entonces juro que yo estaba ya muy lejos.


Fin



Epílogo

   Mi madre murió un día como hoy, un día fresco y apacible de otoño del año 2000, recuerdo. Por entonces yo estaba en España y estudiaba Ciencias Sociales en la Universidad Autónoma de Madrid, vivía con mis tíos y venía a Buenos Aires muy de vez en vez por esto del estudio; pero cuando ella murió vinimos todos, todos los que la conocieron y aquellos curiosos que supieron escuchar en mi familia sobre ella.
Recuerdo que llegamos en un vuelo que se retrasó varias horas por mal tiempo y que nos fue a buscar al aeropuerto mi tío Carlos. Paramos esos días en su casa de Mar del Plata también recuerdo, y ese día, el día en que le dimos sepultura a los restos de mi madre en el Cementerio de la Chacarita, él me entregó dos cuadernos viejos y sobados que había envuelto en una bolsa de plástico:-Tomá- me dijo-, éstos escritos los encontré en casa de tu madre cuando me avisaron que había muerto-los tomé y le pregunté qué eran, de qué se trataba-. Son algo así como un diario íntimo-contestó; y antes de dejarme sola esa noche para que los comenzara a leer acotó-. Solo quiero que sepas que yo llegué a respetar mucho a tu madre, María, muchísimo-agregó tocándome la mano-. Y jamás conocí a nadie como ella antes, ¡nunca!, ni creo que vaya a conocer ya-se notaba contrariado por la pérdida-. Y quiero que sepas, necesito decírtelo, que aquella vez en que le hice la propuesta de que se alejara de tu padre no sabía, no tenía ni idea siquiera, de con quién estaba hablando: una mujer con todas las letras, eso fue y lo supe ese día.
Para cuando mamá murió tenía sesenta y nueve años y ya estaba cansada de vivir y de luchar por los derechos de las mujeres, hacía varios años que había ayudado a fundar una ONG en la villa donde supo vivir y desde ahí ayudaba a rescatar de esa vida marcada por la necesidad a los niños y niñas entonces. Desde ahí fue una mujer reconocida por el municipio al que pertenecía aquel lugar y hasta una placa en su honor tuve el privilegio de descubrir un par de meses después en su recordatorio. Siempre me sentí muy orgullosa de mi madre, siempre.
Gracias a esos cuadernillos supe de cómo se conocieron y lo que ella vivió antes y después de ello, adónde fue cuando subió a ese micro con mis hermanos aquella tarde y cómo se volvieron a encontrar con mi padre. Supe que mi padre la buscó, que la encontró viviendo en la ciudad de Córdoba en casa de una amiga que había conseguido trabajo en una fábrica textil y adonde ella entró a trabajar apenas llegar buscando cambiar su destino, que le rogó volver con él y que volvió, sí, pero con la condición de no vivir en esa casa, de no convivir con sus fantasmas del pasado; mi padre aceptó. Vendió la casa a quienes hasta entonces la habían habitado y se encontraban reclamando aun legalmente por el dinero invertido y alquiló una casa pequeña pero cómoda en donde vivieron al comienzo junto con mi abuela; luego, al año o año y medio, cuando nací yo, compraron una casa en Avellaneda y se instalaron definitivamente allí. En la que fuera la casa donde me crie y más tarde muriese mi madre recuerdo que había un patio donde mi abuela supo plantar un par de naranjos y un cerezo y rosales que hasta hoy trepan las paredes buscando bañarse de sol en primavera.
Cuando mi madre murió ya estaba sola, mis hermanos mayores vivían en sus casas, con sus familias, mis abuelas habían muerto hacía tiempo, como mi padre, y yo apenas estudiaba y planeaba hacer de mi vida algo bueno como lo hizo ella con la suya; como la conocí desde siempre. Hasta entonces nunca supe los por qué siempre me repetía que estudiara, que fuese una mujer de bien, que si me enamoraba, el día que fuese y de la persona que fuese, lo hiciera con el alma, dándome entera a querer y ser querida porque la vida, esto que llamamos vivir, no es más que la suma de nuestros afectos.